Historia de Colindres

Max Linder, estrella del cine mudo, llega a Madrid (1912)

domingo, 9 de julio de 2023

jueves, 26 de marzo de 2020


                    MUERTE DE LUIS XVI EN LA GUILLOTINA (1793)



               Henri Robert resumió así los testimonios de las últimas horas del rey:

               «Hele aquí saliendo del Temple. Ni temor ni turbación en su mirada. Frente a la muerte, su sencillez tranquila se hace grandeza […]. Acompañado de dos gendarmes, el Rey y su confesor suben en la carroza y el cortejo fúnebre se pone en marcha. En verdad, ¡es un formidable cortejo! […]. Tropas a pie, a caballo, tambores cuyos redobles están destinados a ahogar todos los ruidos inoportunos; todo aquel aparato guerrero precede, sigue, rodea a la carroza que avanza lentamente, entre dos filas de hombres armados de fusiles o lanzas, reforzados en algunos puntos por destacamentos más importantes, y continúa la marcha en medio de un París siniestro, casas mudas, persianas cerradas, paralizado por el orden terrible de un silencio absoluto. ¿Puede imaginarse semejante cosa: París callado? El Rey no alza los ojos de su breviario. De tiempo en tiempo su voz se une a la del abate Edgeworth para recitar los Salmos que éste ha escogido, y los gendarmes parecen sorprendidos y emocionados por tan piadosa tranquilidad […]. He aquí el lugar del suplicio. Los caballos se paran. El Rey dice, volviéndose hacia el abate Edgeworth: Ya estamos, si no me equivoco. Este último no le contesta sino con una dolorosa mirada. El Rey le entrega su breviario y se apea del coche. Considera a la multitud armada que le rodea; más lejos el gentío silencioso, aquel pueblo, «su» pueblo, al que ha amado tan sinceramente, al que ama aún como rey, como hombre, como cristiano […]. Luis XVI rechaza con fuerza a los verdugos que quieren quitarle el traje, y procede él mismo, pausadamente, a su último tocado. Ya está preparado; sus cabellos están sueltos; la camisa descubre los hombros y el cuello. Mientras se arrodilla, su confesor le da la suprema bendición. Cree que podrá presentarse libremente, mas los ejecutores le detienen y quieren atarle las manos. Se indigna […]. Entonces se vuelve hacia el abate Edgeworth, como para interrogarle. Y éste contesta: Señor, en este último ultraje no veo sino un rasgo de semejanza entre V.M. y el Dios que va a ser su recompensa. Resignado, dolorido, el Rey se deja atar las manos con un pañuelo. Después su cabello cae bajo las tijeras de los verdugos y sube, lentamente, los peldaños empinados del cadalso. Llegando a la plataforma, y sin que se haya podido prever su movimiento, se adelanta rápidamente hasta el extremo y animado por una fuerza extraña, que deja sobrecogidos a los que le rodean, impone silencio a los tambores. Su voz, verdaderamente majestuosa, lleva hasta el otro lado de la plaza estas palabras emocionantes: Muero inocente de todos los crímenes de que me acusan. Perdono a los autores de mi muerte, y ruego a Dios que la sangre que vais a derramar no recaiga jamás sobre Francia. Y vosotros, ¡pueblo desdichado…! […]. Los tambores redoblan... El Rey es cogido, atado, empujado; la cuchilla cae, y la cabeza ensangrentada, asida por el cabello por uno de los verdugos –una criatura de dieciocho años– es mostrada a la multitud silenciosa, emocionada, sobrecogida... Era el 21 de enero de 1793».
                                             
                                 Historia y Vida, extra n.º 21, p. 52.              

        


                                                                         LA REINA MARÍA ANTONIETA

La reina María Antonieta, esposa Luis XVI
de Francia (1774-1792)
           «Cuando se despierta cada mañana, ¿cuál es el primer trabajo de la reina del rococó? Nada de noticias de la ciudad y del Estado, nada de ejércitos, embajadores o guerras. Nada de estos problemas atañen a María Antonieta. Su primera ocupación es elegir los vestidos que llevará durante el día. Una doncella le trae el álbum donde está dibujado cada modelo, con un pequeño trozo de tela de su tejido. La elección no es cosa fácil, pasan horas antes de que la reina de Francia se decida: el traje de corte para la recepción, el déshabillé para la tarde, el traje de sociedad para la noche.
              Como dato curioso, que confirma más el carácter de María Antonieta, hay que resaltar el alto puesto y la influencia que llega a tener en la corte la modista, la incomparable madame Bertin, que salta sobre lo que ningún protocolo concede: que una vulgar burguesa logre ver a solas a la reina. Dos veces por semana, aparece con sus nuevas creaciones y se encierra con la reina en sus habitaciones privadas, en absoluto secreto; nadie puede saber lo que llevará la reina, es un secreto de Estado. Cuando se reúnen es para discutir lo que a la mañana siguiente será moda en Francia, lo más exagerado, lo más disparatado, nada detiene ya la imaginación de la reina que se obliga a ir cada día diferente, a que ninguna de sus cortesanas la sobrepase con ningún vestido, ningún peinado, y, mucho menos, con las joyas.
              Madame Bertin, que además de artista es una inmejorable mujer de negocios, abre en París una tienda con un gran rótulo, anunciando su título de proveedora de la reina, y pronto toda la corte es cliente suya […].
              Una vez elegido el vestido, lo más importante es el peinado. Otro rey en su género del rococó es quien tiene el complicado trabajo de crear sobre la cabeza real los más complicados peinados y toilettes. Cada mañana se traslada a Versalles en una carroza de seis caballos, para mostrar a la reina los más extraños aditamentos del cuero cabelludo. Armado de peines, lociones y cremas especiales, cada mañana monsieur Leonard edifica sobre la frente de la reina, y de toda dama que se precie, las más aparatosas torres de cabellos, para decorarlas después con simbólicos ornamentos.
              Esta técnica requiere en primer lugar, elevar los cabellos con gigantescas agujas y a base de pomadas sobre la frente, como si se tratara de cirios, a medio metro sobre las cejas. Una vez puestos los pelos de punta, empieza la verdadera labor de artista de monsieur Leonard. En esta materia podemos asegurar que el arte rococó se lleva la palma. Sobre las grandes torres de pelo se elevan verdaderos paisajes completos: campestres, marinos, bucólicos. Nada detiene la fértil imaginación del peluquero. Y para que los diplomáticos no la molesten por su desinterés por la política o los acontecimientos europeos, María Antonieta lanza la moda de que cada día el peinado simboliza un acontecimiento. Estrena Gluck la ópera Ifigenia y a la mañana siguiente los peinados están a la par de este acontecimiento. Todo pasa a las vacías cabezas de la corte, desde la viruela del rey, la insurrección americana y, lo que es peor, sucesos como los asaltos a las panaderías de París durante la crisis del hambre. Nada despierta a esta frívola e inconsciente sociedad, nada la conmueve si no son sus juegos y sus intrigas […].
              Constantemente llegan a María Teresa (madre de María Antonieta), en Viena, las quejas de los embajadores y de los países europeos que ven con gran escándalo las excentricidades de la corte francesa. La emperatriz austríaca escribe carta tras carta a su alocada hija, que no le hace ya el más mínimo caso: Querida hija, no puedo de dejar de tocar un punto, que con mucha frecuencia encuentro repetido en las gacetas: me refiero a tus peinados. Se dice que desde la raíz del pelo tienen treinta y seis pulgadas y que encima aún hay plumas y lazadas. […]
              Y no es sólo el vestir y los peluqueros lo que desfonda rápidamente las arcas reales, son también las joyas […]. Ya no le bastan a la inquieta joven la dote de diamantes que Viena le ha dado ni la arquilla de Luis XV con las joyas de la familia. Una reina, piensa María Antonieta, no debe usar jamás las mismas joyas, como tampoco usa los mismos vestidos en dos ocasiones […].
              Pronto María Antonieta contrae deudas por todas partes y llega incluso a vender sus antiguos diamantes por nuevos diseños.
              Vuelven las advertencias de Viena, cada vez más duras.
              María Teresa, de nuevo, incansable escribe: Todas las noticias de París coinciden en que de nuevo has comprado brazaletes por un valor de doscientas cincuenta mil libras, con lo cual has llevado al desorden tus ingresos y contraído deudas, y hasta se dice que para contribuir al pago, has vendido por un precio ínfimo tus diamantes. […]
              Llena de deudas y rodeada de acreedores, María Antonieta crea un nuevo entretenimiento, pero esta vez con la intención de poder pagar todo lo que debe […].
              Las estancias privadas de la reina en Versalles se convierten en verdaderos garitos de juego. Esta vez no es necesario tener un título para llegar a sus estancias, sino que entra todo aquel que puede acreditar que posee sumas de dinero para jugar.
              Nada detiene a esta troupe de cortesanos, ni siquiera una orden del rey, prohibiendo, bajo pena de multa, todo juego de azar. La policía no puede entrar en las estancias reales y ni siquiera el mismo rey se da cuenta de nada, ya que los sirvientes vigilan su llegada y, avisan a la reina, quien, en un momento, hace desaparecer todos los rastros de los juegos prohibidos.
              Luis XVI sigue ignorante a todas las distracciones de su esposa […].
              María Antonieta, absorbida por esta nueva pasión, pasa día tras día jugando hasta altas horas de la noche; incluso la víspera de Todos los Santos la llega a pasar jugando hasta el amanecer, y esta vez, hasta su propia corte se escandaliza.
              Y de nuevo escribe María Teresa, que recoge todos los rumores y todos los libelos que salen hablando mal de su hija. La advierte, la avisa, la amenaza... pero todo ello no logra perturbar la alegría de la reina.
              María Antonieta resume su vida y la de sus cortesanos en una frase al embajador de Viena en París: Tengo miedo de aburrirme». 
                                                         
                        MASSOT, N., María Antonieta, Edit. Brugera, Barcelona, 1975, pp. 79-90.


             


sábado, 18 de enero de 2020


LA IGLESIA CATÓLICA Y EL NAZISMO


1. ¿Hitler católico?
2. El ascenso del nazismo. Conflicto entre la Iglesia católica y el III Reich.
3. La Iglesia ante el Holocausto.
4. El origen de una leyenda negra.


            Desde la década de 1960, se ha ido extendiendo una infundada teoría que pretende relacionar a la Iglesia católica con el nazismo. Según esto, la Iglesia sería culpable por su connivencia con el régimen nazi, o, en el mejor de los casos, por haberlo tolerado como un mal menor. Para los que así opinan, el Vaticano se cruzó de brazos y guardó silencio ante el exterminio de los judíos. En esta controversia, el papa Pío XII ha sido, seguramente, la figura más atacada.
Intentaremos en este artículo aclarar la cuestión a la luz de los hechos históricos y de sus fuentes.


1. ¿Hitler católico?

            El primer error ‒en realidad, una verdad a medias‒ es afirmar, sin más, que Adolf Hitler era un católico, hijo de la católica Austria. Como si el mero hecho de estar bautizado y nacer en un territorio fueran suficientes elementos para garantizar vivir el resto de la vida conforme a un credo religioso, por lo demás, exigente. A poco que se conozca su biografía,­ resulta demasiado evidente que quien habría de convertirse en führer de Alemania abandonó muy pronto la fe recibida de sus mayores.
            Desde la adolescencia, Hitler se fue convirtiendo en un ateo práctico que llegó a elaborar una ideología radicalmente anticristiana, entre cuyas raíces se encontraban Nietzsche, el darwinismo o las fantasías ocultistas. Hitler consideraba el cristianismo como una lacra histórica y un invento de los judíos, despreciando particularmente los principios evangélicos de la igualdad y la compasión. Al respecto, sabía manifestarse de manera inequívoca: «El cristianismo es una rebelión contra la ley natural, una protesta contra la naturaleza. Llevado a su lógica extrema, el cristianismo supondría el cultivo  sistemático del fracaso humano» [1]. En ocasiones, incluso podía llegar a emplear comentarios insultantes: «¡La mera visión de uno de esos abortos en sotana [los sacerdotes] me pone frenético!» [2]. Su rechazo visceral hacia la Iglesia y los valores que ésta representaba se manifestó en diferentes medidas durante los años en que dirigió Alemania.
En los juicios de Núremberg se descubrió que los planes del dictador alemán para después de su victoria en la guerra incluían el aniquilamiento de la Iglesia católica y de las demás confesiones cristianas.   


2. El ascenso del nazismo. Conflicto entre la Iglesia católica y el III Reich

            Alemania fue el Estado europeo más afectado por la crisis de 1929, alcanzándose pronto la cifra de seis millones de parados. En estas circunstancias crecieron los extremismos políticos (nazismo y comunismo) y la democracia quedó tocada de muerte. El partido de Adolf Hitler, que en los años veinte había sido un pequeño grupo con escasa representación en el Reichstag, tuvo un ascenso fulgurante en las distintas convocatorias electorales que se sucedieron entre 1930 y 1933.
            En aquellos llamamientos a las urnas los obispos alemanes advirtieron a los católicos ‒aproximadamente, una tercera parte de la población‒ que las ideas centrales del nacionalsocialismo eran del todo incompatibles con la fe de la Iglesia. Las denuncias del episcopado germano tuvieron lugar seguidamente de la condena del antisemitismo, realizada por la Santa Sede en 1928 [3]. La propaganda eclesiástica, unida a la sensibilidad de los católicos, tuvo su reflejo en las urnas, de tal modo que los nazis no consiguieron dominar en las regiones de población mayoritariamente católica, como Baviera o Renania. Principalmente, el triunfo de Hitler se alcanzó en las zonas de tradición protestante, es decir en el centro, norte y este de Alemania, entre otras causas, debido a que el proceso de secularización se encontraba mucho más avanzado entre los protestantes alemanes [4].
            En los comicios legislativos de noviembre de 1932, donde ningún partido consiguió la mayoría absoluta, los nazis lograron ser la fuerza más votada. Así las cosas, el anciano mariscal Von Hindenburg, presidente del Reich (jefe del Estado alemán), después de infructuosos intentos para formar un Gobierno que excluyera a los nazis, nombró a Hitler canciller, el 30 de enero de 1933. Solo dos meses más tarde, unas nuevas elecciones permitieron al Partido Nacionalsocialista conseguir una amplia mayoría, a partir de la cual, en poco tiempo, Hitler pudo imponer su régimen totalitario, el denominado III Reich (1933-1945).
            El 23 de marzo de 1933, Hitler prometió públicamente que no atentaría contra los derechos de los cristianos (protestantes o católicos) y que procuraría relaciones amistosas con la Santa Sede. Como gesto de buena voluntad, la Iglesia tomó algunas medidas, como levantar la excomunión que pesaba sobre Hitler, si bien, se mantuvo en todo momento la condena sobre la doctrina nazi. En este ambiente comenzaron las negociaciones que desembocaron en el Concordato, firmado en julio de 1933. 
            Contrariamente a lo que se ha dicho en algunas ocasiones, la Iglesia no firmó el Concordato con ánimo de respaldar a la Alemania de Hitler. Dada la naturaleza del nuevo régimen, con la consiguiente situación de peligro para los católicos alemanes, la intención del Vaticano fue, ante todo, salvaguardar los derechos de sus fieles a través de una base jurídica lo más sólida posible. En el texto del Concordato el Reich se comprometía a respetar el libre y público ejercicio de la religión católica y la independencia de la Iglesia en sus asuntos propios. Así mismo, el Estado alemán reconocía el derecho a una enseñanza católica. Prueba de la corrección de este documento es que, después de la II Guerra Mundial, fue aceptado por la República Federal de Alemania.   
            Por su entraña ideológica el nazismo tenía que entrar en conflicto con el cristianismo. El primer choque se produjo con motivo de la promulgación, en 1933, de la ley de esterilización ‒aplicada contra ciegos, sordos, esquizofrénicos, etc.‒, lo que provocó varias protestas entre las que destacó la del arzobispo de Münster, Von Galen. Fue también dicho prelado quien más se enfrentó, a través de sus escritos, con Alfred Rosenberg, principal ideólogo del Partido Nazi, autor del Mito del siglo XX, obra que fue incluida en el Index (el índice de libros prohibidos por la Iglesia). Cuando, poco después, comenzó la persecución contra los judíos, los obispos católicos ‒Von Galen, el cardenal Von Faulhaber, arzobispo de Múnich, y Von Preysing, obispo de Berlín‒ salieron en su defensa. Además, Hitler incumplió sistemáticamente el Concordato. Entre 1933 y 1936, el Vaticano dirigió más de treinta notas oficiales a Berlín denunciando los abusos de la ideología nacionalsocialista.
            En 1937, el papa Pío XI publicaba la encíclica Mit brennender sorge (Con viva preocupación), que suponía una solemne y radical condena del nacionalsocialismo. Entre otras cuestiones, en aquel documento el papa declaraba, en clara alusión al régimen nazi, que obraba en contra de la fe católica «quien, siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal. Igualmente, el pontífice proclamaba que quien tome la raza o el pueblo o el Estado […] o los representantes del poder […] y los divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios». La encíclica, impresa y distribuida secretamente en Alemania, fue leída el domingo 21 de marzo de 1937, en los 11.500 templos católicos del Reich alemán, provocando la airada protesta de las autoridades nacionalsocialistas. Mit brennender sorge fue muy aplaudida dentro y fuera de Alemania por católicos y protestantes, y, en general, por casi todos los que, oponiéndose a Hitler, valoraban la denuncia que el documento hacía del racismo y del totalitarismo nazi.
            Cuando en mayo de 1938 el führer visitó Roma, el papa abandonó la ciudad y ordenó el cierre de los museos vaticanos. En 1939 moría Pío XI y le sucedía su secretario de Estado, Eugenio Pacelli, con el nombre de Pío XII (1939-1958). Pacelli, que había atacado la ideología nacionalsocialista en numerosos discursos públicos, durante su etapa de nuncio en Alemania (1917-1929), había llegado a describir a Hitler, en 1935, como «un falso profeta seguidor de Lucifer» [5]. Asimismo, Pacelli, que como cardenal colaboró en la redacción de la Mit brennender sorge, ahora, convertido en papa, publicaba otra encíclica, Summi Pontificatus (1939), en la que nuevamente se condenaba el nazismo.
            El 1 de septiembre de 1939 estalla la II Guerra Mundial. La Iglesia habría de sufrir en aquellos años de contienda la culminación del duro período comenzado en 1933. A lo largo del III Reich la inmensa mayoría de las publicaciones católicas fueron suprimidas ‒de 453, en 1943 sólo quedaban siete‒ [6], se cerraron las escuelas católicas y numerosos edificios religiosos, como seminarios, conventos o monasterios, fueron confiscados.
            Entre 1933 y 1945, más de ocho mil sacerdotes alemanes tuvieron conflictos con el régimen nazi por distintas causas: pertenencia a asociaciones católicas prohibidas, prestación de ayuda a judíos, críticas al régimen desde los púlpitos, etc. «Pasó del 35 % el número de clérigos seculares de Alemania que se vieron afectados por medidas de inmediata ejecución de la Gestapo. Y sumando a Alemania los países europeos ocupados, un total de cuatro mil sacerdotes y religiosos entregaron la vida, de los cuales más de cuatrocientas personas eran monjas» [7]. En el campo de concentración de Dachau ‒auténtico cementerio de curas‒ fueron recluidos cerca tres mil miembros del clero católico, de ellos una buena parte procedían de Polonia la nación donde la Iglesia sufrió más la persecución.
            Entre los muchos mártires originados por el nazismo, podemos señalar cinco representantes de aquella época de prueba para la Iglesia:
Edith Stein (beatificada en 1987 y canonizada en 1998), religiosa carmelita de origen judío, muerta en las cámaras de gas de Auschwitz (1942).
Maximiliano Kolbe (beatificado en 1971 y canonizado en 1982), franciscano polaco que murió en Auschwitz (1941) al cambiar su vida por la de un padre de familia.
Bernhard Lichtenberg (beatificado en 1996), sacerdote en Berlín, famoso a causa de sus oraciones en público por los judíos. Protestó contra el asesinato de discapacitados (campaña de eutanasia). Fue enviado al campo de concentración de Berlín-Wuhlheide y, posteriormente, trasladado a Dachau, muriendo de camino en un vagón de ganado.
Rupert Mayer (beatificado en 1987), jesuita alemán, uno de los primeros en advertir el anticristianismo del movimiento hitleriano, ya en 1923. Perseguido por la Gestapo, sufrió el internamiento en el campo de concentración de Sachsenhausen.
Kart Leisner (beatificado en 1996), seminarista alemán, enviado al campo de concentración de Dachau (1940), donde, clandestinamente, fue ordenado sacerdote de manos de un obispo francés, también prisionero, y donde celebró su única misa.
                                                                                              

3. La Iglesia ante el Holocausto

            Sería tremendamente injusto olvidar los heroicos esfuerzos que la Iglesia realizó durante los años de la II Guerra Mundial a favor del pueblo judío, librando a miles de vidas de una muerte, a menudo ejecutada con despiadada crueldad.
            En su mensaje radiofónico navideño de 1942, Pío XII, con la voz quebrada por la emoción, deploraba la situación de «centenares de miles de personas, que, sin culpa alguna, a veces sólo por razones de nacionalidad o raza, están destinadas a la muerte o a un progresivo deterioro». Fue el mismo Pío XII quien, por entonces, impartió órdenes para que se diera refugio y alimento a los hebreos, en parroquias, conventos y monasterios, empezando por el Vaticano y la residencia veraniega de Castel Gandolfo. Según el historiador judío Joseph Lichten, en septiembre de 1943, el pontífice llegó a ofrecer bienes del Vaticano como rescate de hebreos apresados por los nazis. No es extraño, por tanto, que los judíos en Italia consiguieran una tasa de supervivencia mucho más elevada que en otros países ocupados por los ejércitos alemanes.
            Fuera de Italia, la Iglesia trabajó para salvar al pueblo de Israel a través de sus representaciones diplomáticas ‒las nunciaturas‒ y con numerosas iniciativas que partían de diferentes obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Esta tarea de rescate fue menos difícil en los países aliados de Alemania.
            En Hungría, la Santa Sede presionó todo lo que pudo al regente, el almirante Horty, para que suspendiese la deportación de hebreos que le requería Hitler.
            En la Francia de Vichy (régimen colaboracionista con Alemania) destacó el ejemplo del arzobispo de Toulouse, Jules Gérard Saliège, quien asistió a los hebreos internados en los campos del sudoeste galo y llegó a formar, con la ayuda de un judío de la Resistencia, una red judía clandestina para dar refugio a niños. Para condenar las detenciones y deportaciones de judíos, monseñor Saliège publicó y ordenó leer en las iglesias una valiente carta pastoral, el 23 de agosto de 1942: «Estaba reservado a nuestro tiempo contemplar el triste espectáculo de hombres, mujeres, niños, padres y madres tratados como un vil rebaño, separados los unos de los otros y embarcados hacia un destino desconocido. […] Los judíos son hombres, las judías son mujeres. No está permitido todo contra ellos, […] son tan hermanos nuestros como los demás. Un cristiano no puede olvidarlo». El texto tuvo una enorme divulgación en toda Francia y ayudó a concienciar a muchos franceses hasta entonces apáticos frente a la persecución de la que eran víctimas los judíos. En la misma línea de monseñor Saliège, el obispo de Montauban, Pierre Marie Théas, publicó otra carta condenando la persecución contra los judíos: «Proclamo que todos los hombres, arios o no, son hermanos, […]. Y que las actuales medidas antisemitas son un desprecio de la dignidad humana, una violación de los derechos más sagrados de la persona y de la familia». Memorable fue el ejemplo del obispo de Niza, Paul Rémond, que instaló en su residencia episcopal una red clandestina para salvar niños.
            Son varios los historiadores serios que estiman en cientos de miles los judíos salvados en la Europa ocupada gracias a la Iglesia católica, entre ellos el hebreo Pinchas Lapide, quien calcula el número entre setecientos mil y ochocientos cincuenta mil [8].
            Pese a todo, desde hace tiempo se viene divulgando la idea de que el Vaticano fue, cuando menos, tibio en su denuncia del Holocausto. Al respecto, es preciso aclarar que Pío XII meditó mucho sobre la posibilidad de publicar una declaración donde, abiertamente, se denunciara la tragedia que estaba viviendo el pueblo de Israel. Si, finalmente, el papa descartó esta opción, ello debe relacionarse con la dura experiencia a la hora de enfrentarse al problema. En Holanda (1942), cuando los obispos católicos alzaron con fuerza su voz condenando las deportaciones de judíos, el mando alemán respondió redoblando las redadas ‒al terminar la guerra la comunidad judía holandesa resultó ser de las más castigadas‒ y enviando a los campos de concentración a los católicos de origen hebreo. Pío XII comprendió que una solemne denuncia podía acarrear represalias contra los católicos, provocar nuevas crueldades contra los judíos y comprometer los esfuerzos que se estaban llevando a cabo para salvar el mayor número posible de vidas. En consecuencia, el papa eligió una estrategia más discreta pero mucho más eficaz, que fue totalmente apoyada por las organizaciones humanitarias judías. A las mismas conclusiones llegaron la Cruz Roja o los gobiernos de Gran Bretaña y Estados Unidos, renunciando a declaraciones que provocaran males mayores.     
            Al término de la guerra, finalizado el Holocausto, fueron numerosos e importantes los gestos y palabras de gratitud hacia la Iglesia católica por su ayuda al pueblo de Israel. Así, en 1945, Pío XII recibió el agradecimiento público del gran rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, quien bendijo al papa «por sus esfuerzos para salvar vidas judías durante la ocupación nazi de Italia», y del Congreso Judío Mundial, cuyo secretario general, Kubowitzki, visitó el Vaticano. Por su parte, el gran rabino de Roma, Israel Zolli, movido por la actitud del pontífice durante la guerra, se convirtió al catolicismo, tomando como nuevo nombre en el bautismo el de Eugenio, en honor a Pío XII (Eugenio Pacelli). Además, a la muerte del papa (1958), Golda Meir, ministra de Exteriores de Israel, manifestó públicamente su sentido pesar por aquella pérdida y envió un elocuente mensaje: «Cuando el terrible martirio se abatió sobre nuestro pueblo, la voz del papa se elevó en favor de las víctimas». Otro judío mundialmente conocido, Albert Einstein, impresionado por la labor de la Iglesia católica en Alemania ‒Einstein era alemán‒ escribió en The Tablet de Londres: «Sólo la Iglesia se pronunció claramente contra la campaña hitleriana que suprimía la libertad. Hasta entonces, la Iglesia nunca había llamado mi atención, pero hoy expreso mi admiración y mi profundo aprecio por esta Iglesia que, sola, tuvo el valor de luchar por las libertades morales y espirituales».


4. El origen de una leyenda negra

            Sin embargo, este ambiente de reconocimiento generalizado cambió en los años 60 del siglo XX, divulgándose, desde entonces y hasta hoy, una auténtica leyenda negra sobre las relaciones de la Iglesia con el nazismo.
            En el 2007, un antiguo y destacado agente de la Europa del Este, Mihai Pacepa, desveló en la revista National Review Online su participación en una campaña, aprobada por el dirigente soviético Nikita Kruschev en 1960, para destruir la autoridad moral del Vaticano. Según este testimonio, el principal objetivo de aquel complot era presentar a Pío XII ante la opinión pública como un antisemita simpatizante de Hitler. Pacepa aseguró que, en la consecución de este fin, uno de los medios empleados por la KGB fue la promoción de la obra de teatro El vicario, escrita por Rolf Hochhuth y estrenada en Alemania en 1963.
            Podemos creer o no al mencionado exagente comunista. En cualquier caso, es innegable el significado de este drama escénico, en el que el papa Pacelli es presentado como un hombre frío que mantuvo silencio sobre el Holocausto judío, actitud tildada de criminal complicidad.
Un año más tarde, El vicario fue llevado a los escenarios de Nueva York. Posteriormente, se tradujo a veinte idiomas, llegándose a convertir, con el paso del tiempo, en referencia obligada para un aluvión de artículos y libros, en los que se ha ido desarrollando y engordando la leyenda negra sobre Pío XII. Uno de los más destacados capítulos de este culebrón fue la versión cinematográfica del drama de Hochhuth, titulada Amén (2002), película dirigida por Costa Gavras, cineasta griego de conocida filiación comunista.


           Luis Somarriba


NOTAS:

[1] Las conversaciones privadas de Hitler, introducción de Hugh Trevor-Roper, Barcelona, 2004, p. 75.
[2] Ibid., p. 299.
[3] El 25 de marzo de 1928, el Vaticano, a través del Santo Oficio, condenaba el antisemitismo: «La Sede Apostólica condena de la manera más decidida el odio contra el pueblo, un tiempo elegido por Dios, un odio que hoy se acostumbra a llamar con el nombre de antisemitismo», AAS XX/1928, pp. 103-104.
[4] GRAF HUYN, Hans, Seréis como dioses. Vicios del pensamiento político y cultural del hombre de hoy.  EIUNSA, Barcelona, 1991, pp. 206-208.
[5] Carta enviada al cardenal Karl Joseph Schulte, arzobispo de Colonia.
[6] GRAF HUYN, Hans, opus cit., p. 204.
[7] Ibid., pp. 204, 205.
[8] PINCHAS LAPIDE, Emilio, Three Popes and the Jews. Souvenir Press, Londres, 1967, p. 167.

















viernes, 21 de julio de 2017

GUERRA HISPANO-NORTEAMERICANA (1898). BATALLA DE SANTIAGO DE CUBA



La guerra de Cuba (1895-1898)

     En el origen de este conflicto se encuentran dos importantes cuestiones: el desarrollo de una burguesía criolla con un sentimiento patriótico cubano y las ambiciones de Estados Unidos hacia la cercana y próspera isla caribeña.
En 1878 (Paz de Zanjón) España logró acabar con una guerra independentista, iniciada diez años antes. Sin embargo, en 1895 estalló una nueva insurrección que dio paso a la segunda guerra de Cuba (1895-1898). El levantamiento estuvo encabezado por Máximo Gómez, Antonio Maceo y José Martí. El Gobierno español respondió enviando al general Valeriano Weyler e incrementando considerablemente los efectivos militares.  No obstante, el problema para España se complicó a causa de la actitud de Estados Unidos, en donde el entorno del presidente Mac Kingley era favorable a una intervención militar en Cuba. Asimismo, también la opinión pública norteamericana se inclinaba cada vez más hacia la guerra, gracias a la labor desempeñada por la prensa de las cadenas Pulitzer y Hearst, ligadas a las compañías azucareras. Estos periódicos publicaban noticias frecuentemente exageradas o falsas, sobre las «atrocidades» cometidas por los españoles.
En febrero de 1898, el crucero norteamericano Maine, anclado en el puerto de La Habana, hizo explosión. Washington atribuyó los hechos a un sabotaje español, elevándose la tensión. En este ambiente, el presidente Mac Kingley propuso comprar la isla, pero el ofrecimiento fue rechazado en Madrid. Finalmente, el Congreso de Estados Unidos envío un ultimátum, en el que se exigía que España abandonara Cuba. El Gobierno español sabía que no era posible imponerse militarmente a los norteamericanos, pero, por razones de honor, no aceptó dicho ultimátum, estallando la guerra (finales de abril).
El conflicto se decidió principalmente en el mar. La armada española fue derrotada en las batallas de Santiago de Cuba (almirante Cervera) y Cavite, en Filipinas. España tuvo que pedir la paz y firmar el Tratado de París (1898), por el cual entregaba a Estados Unidos los restos de su imperio ultramarino: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Únicamente en el caso de Cuba, la ocupación norteamericana fue temporal, hasta la independencia en 1902.

Batalla de Santiago de Cuba (julio de 1898)



Batalla naval de Santiago de Cuba (julio de 1898). Testimonio de Mr. Evans, comandante del Iowa
         
             El 3 de julio de 1898 tuvo lugar el histórico combate naval entre las dos flotas: la española, dirigida por el almirante Cervera, y la estadounidense, al mando de Sampson.
             Aquel día, Cervera se vio obligado a dejar la bahía de Santiago, importante ciudad del oriente cubano, y enfrentarse a la armada yanqui, dos veces superior. Los norteamericanos se habían situado frente a la costa, controlando la estrecha entrada del puerto, por la cual los barcos españoles solamente pudieron salir de uno en uno, exponiéndose, también de uno en uno, al conjunto del fuego enemigo. Así las cosas, el desastre se sirvió rápido. La escuadra de Cervera quedó destruida. A excepción de un buque, hundido como consecuencia directa del combate, los restantes, gravemente dañados, fueron embarrancados por sus capitanes. Se calcula que los muertos españoles de la batalla fueron unos trescientos setenta y los heridos alrededor de ciento cincuenta. Por contra, los norteamericanos tan solo sufrieron una víctima mortal y dos heridos. Muchos de los supervivientes fueron recogidos en las naves estadounidenses.
               A continuación, recogemos el testimonio de Mr. Evans, comandante del Iowa: 
          «En el fondo de los botes había tres o cuatro pulgadas de sangre; en muchos de los viajes llegaban algunos cadáveres sumergidos en aquel rojizo e imponente líquido. Estos bravos luchadores, muertos por la querida Patria, fueron después sepultados con los honores militares, que les tributó la misma tripulación del Iowa. Ejemplos tales de heroísmo, o mejor dicho de fanatismo (sic) por la disciplina militar, jamás habían sido llevados al terreno de la práctica tal y como los llevaron a cabo los marinos españoles. Uno de estos, con el brazo izquierdo completamente arrancado de su sitio y el hueso descarnado [Sr. Fajardo], pendiente solamente de pequeños filamentos de piel, subió la escala de mi buque con serenidad estoica, y al pisar la cubierta del Iowa se cuadró y saludó militarmente. Todos nos sentimos conmovidos hasta lo sumo. Otro llegó nadando en una charca de sangre, con la pierna derecha únicamente; fue atado con un cabo en el bote e izado a bordo sin proferir ni una queja…
»Para terminar aquella faena, llegó el último bote conduciendo al comandante del Vizcaya, señor Eulate, para quien se llevó una silla porque estaba malherido. Todos sus oficiales y marineros, al verle llegar, se apresuraron a darle la bienvenida luego que se desenganchó la silla del aparejo. Eulate, poco a poco, se incorporó, me saludó con grave dignidad, desprendió su espada del cinto, llevó su guarnición a la altura de los labios, la besó reverentemente y, con los ojos llenos de lágrimas, me la entregó. Aquel hermoso acto no se borrará jamás de mi memoria. Estreché la mano de aquel valiente español, y no acepté su espada. Un sonoro y prolongado ¡hurra! salió de toda la tripulación del Iowa.
»Enseguida, varios de mis oficiales tomaron en la silla de mano al capitán Eulate, con objeto de conducirle a un camarote dispuesto para él donde el médico reconociese sus heridas. En el momento en que los oficiales se disponían a bajarle, una formidable explosión, que hizo vibrar las capas del aire a varias millas en derredor, anunció el fin del Vizcaya. Eulate volvió el rostro, y extendiendo los brazos hacia la playa, exclamó: Adiós, Vizcaya; adiós, ya..., y los sollozos ahogaron sus palabras.
»Con respecto al valor y energía, nada hay registrado en las páginas de la historia que pueda asemejarse a lo realizado por el almirante Cervera. El espectáculo que ofrecieron a mis ojos los dos torpederos, meras cáscaras de papel, marchando a todo vapor bajo la granizada de bombas enemigas y en pleno día, solo se puede definir de este modo: fue un acto español.
»El almirante Cervera fue trasladado desde el Gloucester a mi buque. Al saltar sobre cubierta, fue recibido militarmente con todos los honores debidos a su categoría por el Estado Mayor en pleno, el comandante del barco y los mismos soldados y artilleros, que con las caras ennegrecidas por la pólvora, salieron casi desnudos a saludar al valiente marino, el cual con la cabeza descubierta pisaba gravemente la cubierta del vencedor.
»La numerosa tripulación del Iowa, unida a la del Gloucester, prorrumpió unánime en un ¡hurra! ensordecedor cuando el almirante español saludó a los marineros americanos. Aunque el héroe ponía sus pies sin insignia ninguna en la cubierta del Iowa, todo el mundo reconoció que cada molécula del cuerpo de Cervera constituía por sí sola un almirante».

                                    Revista de Historia Naval, n.º 126 (2014), pp. 97-99. 


El Vizcaya


domingo, 13 de noviembre de 2016

DOÑA JUANA I DE CASTILLA: UNA LOCURA DE AMOR

Locura de amor (I): celos de Juana la Loca hacia su marido

                «Halló a Felipe frío con ella. No tardó mucho en conocer el motivo de aquel desvío. La engañaba con una dama de la Corte que tenía una hermosa cabellera rubia, que era su orgullo y, al parecer, el encanto de Felipe.
                Juana esperó, con la cautela de los lunáticos. Y la ocasión no tardó en llegar. Guardó unas tijeras en la escarcela que colgaba de su ceñidor y buscó a su rival. La sorprendió leyendo una carta, que guardó, turbada, apresuradamente, en el secreto de su escote.
                No esperó Juana a las disculpas de la dama, ni a que ésta se defendiera. Se entabló entre ellas un impropio forcejeo. Juana le arrebató la carta del recaudo del pecho. La dama recobró el papel y se lo llevó a la boca. Lo rasgó con los dientes, lo masticó y acabó por tragárselo, sin que Juana lo pudiese impedir.
                La bella, en su lucha, perdió la toca, dejando caer sus doradas trenzas. Juana tiró de ellas y las segó con las prevenidas tijeras, que le sirvieron, también, como remate, para hacer unas marcas en el rostro de su enemiga.
                Hubo que separarlas, mientras Juana gritaba que cortasen el pelo de la dama hasta la misma piel. ¡El oro de su cabellera! ¿No era así como él la llamaba?
                Cuando acudió Felipe, ella le tiró las trenzas de su amada a la cara y huyó a su dormitorio. Felipe la siguió y, al darle alcance, en su misma alcoba, la golpeó hasta hacerle caer al suelo, junto a la cama, mientras ella gritaba desesperadamente.
                La dejó allí, caída, y pasó a su habitación, inmediata a la de ella, corriendo el cerrojo de la puerta. Juana trató de abrir, vencida, suplicando perdón.
                Sin recibir respuesta, golpeó, lloró convulsa. Al cabo de un largo tiempo de ruegos y promesas, arrodillada, apoyó la cabeza en la puerta, callada, al fin. Con los ojos extrañamente abiertos.
                Así solía castigarla él, cerrándole el paso a su alcoba […]. Y ella se quedaba horas y horas, en el suelo, a la puerta de su única felicidad, negándose a tomar alimento, negándose a acostarse sola, negándose a ver a sus hijos. Negándose a todo, a todo lo que no fuese su amor».

                             LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana de Castilla», Historia y Vida, n.º 150,
                             Barcelona, septiembre 1980, pp. 12-13.                               


Locura de amor (II): muerte de Felipe el Hermoso

                «Una tarde Felipe el Hermoso jugó un partido de pelota con un capitán vizcaíno de su escolta.
                Bañado en el sudor del ejercicio, bebió una jarra de agua fría. Aquella noche cayó con una fiebre maligna. Todo el cuerpo se le llenó de manchas negras. Los médicos prometieron curarle con sus remedios usuales: purgas y sangrías. Agonizó durante seis días. Juana le cuidó sin descanso, llena de entereza, a pesar de estar, otra vez, próxima a dar a luz. Probaba todas las medicinas antes de administrárselas al enfermo, por miedo a que tratasen de envenenarle.
                A su muerte gritó como una leona. Estuvo horas y horas abrazada a él, besándole desesperadamente. Hasta que, a viva fuerza, la separaron de lo único que amaba en este mundo.
                Lo demás, después, y siempre, iba a ser soledad. Muchas horas sin dormir, sin hablar, sin comer, sin cambiarse de ropa. Sin llorar. Sin pulso -como alguien dijo-, para otra cosa que no fuese su perdido bien. Cuando ya no lo tenía, tornaba a quererle más. Y al decirle que ya estaba embalsamado, al uso flamenco, y expuesto en la Cartuja de Miraflores, lo dejó allí depositado y cada dos o tres días iba a verle. Estaba hermoso como nunca y parecía vivo.
                Hasta que una epidemia que se declaró aquel invierno en Burgos la decidió, a pesar de lo avanzado de su preñez, a ordenar el viaje a Granada, para dar allí eterna sepultura a su esposo amado, hasta más allá de la razón. La nieve estaba acumulada en los caminos. No importaba. Alguien se ocuparía de irlos abriendo.
                El estado en que se encontraba […]. ¿Qué tenía eso que ver? […].
                Era conveniente aguardar la llegada del rey Fernando. ¿Para qué? Estaría en Aragón, o en Milán o en Nápoles, haciendo políticas […].
                Juana no quería escuchar a nadie. No quería firmar nada. Su única tarea en el mundo sería rezar por él y custodiar su cuerpo sin vida. Y así fue.
                Sobre el hielo, contra el viento, bajo las nubes de plomo del invierno, leguas y leguas, Castilla adelante.
                Hombres con antorchas, soldados con armaduras, monjes con responsos […] obispos, nobles, monteros de Espinosa […]. Y, detrás, ella, en una silla de manos.
                Hacía de noche las jornadas, porque una mujer honesta, después de perder a su marido, que es un sol, no debe ver nunca la luz del día. Al clarecer, se detenían en los templos, en las ermitas, en los monasterios que encontraban a su paso. A ninguna mujer le estaba permitido acercarse.
                Y, en cada descanso, mandaba abrir la caja para volver a besar.
                Un amanecer, al fin de una etapa, depositaron los restos mortales de Felipe en una iglesia, cerca de Torquemada. Juana escuchó, sorprendida, un responso cantado por voces femeniles. Estaban en un convento de monjas dominicas.
                A gritos hizo sacar de allí el féretro. ¡Al campo! No quería velar a Felipe en un lugar donde hubiese mujeres. No quería que, cuando se despertase, encontrara otras faldas que las de ella.
                En Torquemada hubieron de hacer alto para que Juana diese a luz a la última de sus criaturas, Catalina.
                Don Fernando quiso encontrarse con su hija en Tórtoles. Trataron y, al final, el de Aragón había conseguido cuanto se propuso. La reina había delegado en él el gobierno de Castilla.
                Poco después la encerraba en la fortaleza de Tordesillas, con el pretexto de que allí estaría a salvo de ser capturada por sus enemigos. En aquel gélido torreón, desde cuyos agujeros la miraban de noche los búhos, podía ver por una ventana que daba a la iglesia del contiguo Convento de Santa Clara, el ataúd de su esposo. Allí pasó días, meses, años […]. Olvidada, o buscada a veces, lo que era mucho peor. Venían a verla unos y otros, para sacar algo de ella. Para ayudarla, nadie. Ni para compadecerla siquiera».

              LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana de Castilla», Historia y Vida, n.º 150, pp. 16-18.


Juana la Loca ante el féretro de su marido, Felipe el Hermoso (escena hacia 1506-1507). Pintura del siglo XIX, de Francisco Pradilla, en el Museo del Prado.


domingo, 25 de septiembre de 2016

LA INQUISICIÓN


Orígenes y desarrollo de la Inquisición

Antes de enjuiciar cualquier hecho histórico es preciso conocer bien la época en que aconteció y, sobre todo, intentar comprender la mentalidad de la sociedad en la que tuvo lugar –comprensión no incompatible con el rechazo de ciertos comportamientos–, teniendo en cuenta que aquellos valores sociales pueden ser, en parte o totalmente, distintos de los de nuestro tiempo.
           
Si esta actitud debiera estar siempre presente a la hora de estudiar la historia, lo es más cuando se trata de la Inquisición, pues nos referimos a una de las instituciones del pasado que más han dado que hablar, y sobre la cual han escrito mayor número de folios los novelistas y los guionistas de cine y televisión que los propios historiadores. Estamos ante una cuestión, en la que la imaginación apasionada y la necesidad de morbo, generación tras generación, han ido deformando la verdad, creando un mito y dejando de lado el buen hacer de los expertos e investigadores de la historia.

La Inquisición, que nació en la Edad Media, responde plenamente a la mentalidad de la Europa de aquellos siglos. El hombre del Medievo, cualquiera que fuese el estamento social al que perteneciera, poseía unas profundas creencias cristianas, si bien éstas no siempre se veían aplicadas en su actuar diario. La sociedad medieval compartía una misma fe religiosa, razón por la cual a Europa se la llegó a denominar la Cristiandad. Todos los aspectos de la civilización, desde el arte hasta la economía y la política, pasando por la vida cotidiana, estaban inspirados o relacionados con la fe transmitida por la Iglesia. Para los hombres y mujeres de la Edad Media la religión tenía más valor que para muchos ciudadanos de hoy la libertad, la democracia y los derechos humanos. Un mundo así no podía entender o tolerar que ciertos individuos aislados mantuvieran ideas contrarias a los dogmas de esa fe. Las personas que inventaban o transmitían tales ideas eran los llamados herejes. No entraban en esta categoría los judíos, pues se trataba de miembros de otra religión. El hereje era siempre un bautizado. La herejía dañaba las mismas raíces de la sociedad medieval y podía ser fuente de desórdenes y violencias. Ante esta amenaza, las principales autoridades sintieron la necesidad de combatirla. Con todo, no será la Iglesia sino el poder político quien primero y con mayor dureza reprima la herejía.

Durante buena parte de la Edad Media no hubo en Europa herejías destacadas. Sin embargo, entre los siglos XII y XIII crecieron dos importantes movimientos heréticos, el de los cataros y el de los valdenses, que se extendieron por el sur de Francia y el norte de Italia. Fue en este contexto cuando se gestó y nació la Inquisición. El primer tribunal inquisitorial se estableció en Sicilia en 1220, a petición del emperador alemán Federico II. En sus comienzos, por lo tanto, la Inquisición fue de creación real. En ella el delito de herejía se castigó con la muerte en la hoguera.

Por su parte, los papas procuraron moderar la actuación de los monarcas. Así, para evitar abusos, el pontífice Gregorio IX (1227-1241) señaló que el obispo del lugar organizara un tribunal, formado por expertos, teólogos de las órdenes mendicantes, que inquiriera (del latín inquiro, de donde procede el nombre de inquisición), es decir, que investigara o averiguara si existía delito de herejía.       

Paulatinamente, la Iglesia fue introduciendo en la Inquisición normas que favorecían a los acusados, estableciéndose un procedimiento legal con ciertas garantías. Es verdad que se cometieron excesos, pero, con todo, su actuación fue modélica si la comparamos con los brutales ejercicios de la justicia civil en aquellos siglos.

En la España medieval (Corona de Aragón) se formaron algunos tribunales inquisitoriales a partir de 1242. No obstante, dicha Inquisición es distinta de la que se llegará a fundar posteriormente, en el siglo XV,  por los Reyes Católicos.

Isabel de Castilla y Fernando de Aragón instituyeron la nueva Inquisición en 1480, con la misión de detectar a los falsos cristianos: judíos oficialmente convertidos, pero que practicaban ocultamente el judaísmo. Cuando, décadas más tarde, a partir de 1521, las herejías protestantes se extiendan por Europa, la Inquisición se encargará de extirpar de raíz cualquier brote que de las mismas se produzca en los dominios de la Monarquía hispánica. Aunque en menor medida, otros delitos juzgados por la Inquisición fueron la brujería, la blasfemia o la bigamia. En Castilla, entre 1540 y 1700, los casos por brujería supusieron el 5,1 % del total de procesos. En sus 350 años de historia, la Inquisición española, con tribunales en la Península y las posesiones europeas y americanas, aplicó la pena de muerte a unos 3000 reos, de un máximo de 200.000 procesados. Durante la mayor parte de este tiempo, el Tribunal, conocido como Santo Oficio, fue temido, pero a la vez  respetado y valorado, contando con la aceptación de todos los grupos sociales, de modo similar –salvando las diferencias– a como en nuestros días podemos defender la existencia de la policía y demás cuerpos de seguridad del Estado. La Inquisición española fue suprimida entre 1813 y 1834, si bien, ya a lo largo del último siglo de vida, su poder, influencia y actividades se habían reducido notablemente.

Este tribunal perdurará durante toda la Edad Moderna (siglos XV-XVIII) en diversos países católicos; aunque es preciso recordar, que, en este tiempo, en los Estados donde se implantó el protestantismo, el poder político vigiló y actuó reprimiendo cualquier rebrote del catolicismo. Así pues, además de los católicos, los Estados protestantes también persiguieron ideas o conductas religiosas consideradas nocivas. Sólo en la ciudad de Ginebra, en los diez años en que gobernó Calvino, quinientas personas fueron condenadas a muerte a consecuencia de la intolerancia religiosa, entre ellas el español Miguel Servet, descubridor de la circulación pulmonar de la sangre; y en el conjunto de los países protestantes se calcula que fueron quemadas más de 25.000 brujas.
           
      Luis Somarriba
           
           Bibliografía:   
                  - KAMEN, Henry, La Inquisición española, una revisión histórica
                    Editorial Crítica, 1999.
                  - COMELLA, Beatriz, La Inquisición española,
                    Editorial Rialp, Madrid, 2004.                                                 
            
                                                                                                    
Procedimiento legal de la Inquisición española

«Cuando el propio tribunal advertía una situación sospechosa […] empezaba su actuación con la promulgación de un Edicto de Gracia, que concedía un plazo de 30-40 días a todos los que quisieran presentarse voluntariamente para confesar sus faltas y errores. La confesión significaba la mayoría de las veces el perdón y sólo castigos menores, aunque implicaba la condición de que el penitente diera a conocer los nombres de sus cómplices. Ambos edictos daban pie a serios abusos, en especial el de Fe, pues, al imponer la denuncia, obligaba a los fieles a cooperar en la tarea de la Inquisición y hacía de todos sus agentes o su espía, constituyendo además una tentación irresistible para los ajustes de cuentas privados. […]

Si se aceptaban las acusaciones, el acusado ingresaba en las cárceles secretas de la Inquisición; generalmente era bien tratado, aunque absolutamente incomunicado del mundo exterior […] el acusado no podía conocer la identidad de sus acusadores ni la de los testigos. […] Sólo tenía un recurso: redactar una lista de sus enemigos y si entre éstos había alguno de los acusadores, no se tomaban en cuenta sus declaraciones. […] Se concedía al acusado un abogado de nombramiento oficial, aunque el enjuiciado podía recusarlo y pedir otro. También se le daba un consejero, con la función de convencer al acusado de que debía hacer una confesión sincera. […] La Inquisición tenía, como otros tribunales de su tiempo, el recurso a la tortura con el fin de obtener pruebas y la propia confesión. No podía llegar al derramamiento de sangre ni nada semejante que causara lesión permanente; pero todavía quedaba sitio para tres dolorosos sistemas de tortura […] no exclusivos de la Inquisición: el potro, las argollas colgantes y el tormento del agua. Aunque su empleo no era frecuente e iba acompañado de vigilancia médica, resultaban horriblemente inadecuados en materias de conciencia.

Una vez reunidas las pruebas y […] obtenido el dictamen de los teólogos calificados […], se llegaba a la sentencia. Si el acusado confesaba su culpa durante el juicio pero antes de la sentencia y se aceptaba su confesión, se le absolvía y se iba con un castigo ligero. En otro caso, la sentencia era absolutoria o condenatoria. Una resolución de culpabilidad no significaba necesariamente la muerte. Ante todo dependía de la gravedad de la culpa; la pena […] podía incluir un castigo, una multa o el azote, por culpas menores; las temidas galeras o la arruinadora confiscación de bienes, por las culpas más graves. […] Proporcionalmente al número de casos, la pena de muerte fue rara. En cambio, un hereje arrepentido que cae de nuevo nunca escapa a la pena capital. Los que persistían en la herejía […] eran quemados vivos. Los que abjuraban a última hora y después de la sentencia […] primero eran estrangulados y luego quemados. La ejecución no corría a cargo de la Inquisición sino de las autoridades civiles».                 
         
             LYNCH, Jonh, España bajo los Austrias, vol. I, 
             Ediciones Península, Barcelona, 1989, pp. 36-39.