Max Linder, estrella del cine mudo, llega a Madrid (1912)
Somahistoria
Blog de Historia de Luis Somarriba.
domingo, 9 de julio de 2023
jueves, 26 de marzo de 2020
MUERTE DE LUIS XVI EN LA GUILLOTINA (1793)
«Hele aquí saliendo del Temple.
Ni temor ni turbación en su mirada. Frente a la muerte, su sencillez tranquila
se hace grandeza […]. Acompañado de dos gendarmes, el Rey y su confesor suben
en la carroza y el cortejo fúnebre se pone en marcha. En verdad, ¡es un
formidable cortejo! […]. Tropas a pie, a caballo, tambores cuyos redobles están
destinados a ahogar todos los ruidos inoportunos; todo aquel aparato guerrero
precede, sigue, rodea a la carroza que avanza lentamente, entre dos filas de
hombres armados de fusiles o lanzas, reforzados en algunos puntos por
destacamentos más importantes, y continúa la marcha en medio de un París
siniestro, casas mudas, persianas cerradas, paralizado por el orden terrible de
un silencio absoluto. ¿Puede imaginarse semejante cosa: París callado? El Rey
no alza los ojos de su breviario. De tiempo en tiempo su voz se une a la del
abate Edgeworth para recitar los Salmos que éste ha escogido, y los gendarmes
parecen sorprendidos y emocionados por tan piadosa tranquilidad […]. He aquí el
lugar del suplicio. Los caballos se paran. El Rey dice, volviéndose hacia el
abate Edgeworth: Ya estamos, si no me
equivoco. Este último no le contesta sino con una dolorosa mirada. El Rey
le entrega su breviario y se apea del coche. Considera a la multitud armada que
le rodea; más lejos el gentío silencioso, aquel pueblo, «su» pueblo, al que ha
amado tan sinceramente, al que ama aún como rey, como hombre, como cristiano […].
Luis XVI rechaza con fuerza a los verdugos que quieren quitarle el traje, y
procede él mismo, pausadamente, a su último tocado. Ya está preparado; sus
cabellos están sueltos; la camisa descubre los hombros y el cuello. Mientras se
arrodilla, su confesor le da la suprema bendición. Cree que podrá presentarse
libremente, mas los ejecutores le detienen y quieren atarle las manos. Se
indigna […]. Entonces se vuelve hacia el abate Edgeworth, como para
interrogarle. Y éste contesta: Señor, en
este último ultraje no veo sino un rasgo de semejanza entre V.M. y el Dios que
va a ser su recompensa. Resignado, dolorido, el Rey se deja atar las manos
con un pañuelo. Después su cabello cae bajo las tijeras de los verdugos y sube,
lentamente, los peldaños empinados del cadalso. Llegando a la plataforma, y sin
que se haya podido prever su movimiento, se adelanta rápidamente hasta el extremo
y animado por una fuerza extraña, que deja sobrecogidos a los que le rodean,
impone silencio a los tambores. Su voz, verdaderamente majestuosa, lleva hasta
el otro lado de la plaza estas palabras emocionantes: Muero inocente de todos los crímenes de que me acusan. Perdono a los
autores de mi muerte, y ruego a Dios que la sangre que vais a derramar no
recaiga jamás sobre Francia. Y vosotros, ¡pueblo desdichado…! […]. Los
tambores redoblan... El Rey es cogido, atado, empujado; la cuchilla cae, y la
cabeza ensangrentada, asida por el cabello por uno de los verdugos –una
criatura de dieciocho años– es mostrada a la multitud silenciosa, emocionada,
sobrecogida... Era el 21 de enero de 1793».
Historia
y Vida,
extra n.º 21, p. 52.
LA REINA MARÍA ANTONIETA
![]() |
La reina María Antonieta, esposa Luis XVI de Francia (1774-1792) |
Como
dato curioso, que confirma más el carácter de María Antonieta, hay que resaltar
el alto puesto y la influencia que llega a tener en la corte la modista, la
incomparable madame Bertin, que salta sobre lo que ningún protocolo concede:
que una vulgar burguesa logre ver a solas a la reina. Dos veces por semana,
aparece con sus nuevas creaciones y se encierra con la reina en sus
habitaciones privadas, en absoluto secreto; nadie puede saber lo que llevará la
reina, es un secreto de Estado. Cuando se reúnen es para discutir lo que a la
mañana siguiente será moda en Francia, lo más exagerado, lo más disparatado, nada
detiene ya la imaginación de la reina que se obliga a ir cada día diferente, a
que ninguna de sus cortesanas la sobrepase con ningún vestido, ningún peinado,
y, mucho menos, con las joyas.
Madame Bertin, que además de artista es una
inmejorable mujer de negocios, abre en París una tienda con un gran rótulo,
anunciando su título de proveedora de la reina, y pronto toda la corte es
cliente suya […].
Una
vez elegido el vestido, lo más importante es el peinado. Otro rey en su género
del rococó es quien tiene el complicado trabajo de crear sobre la cabeza real
los más complicados peinados y toilettes.
Cada mañana se traslada a Versalles en una carroza de seis caballos, para
mostrar a la reina los más extraños aditamentos del cuero cabelludo. Armado de
peines, lociones y cremas especiales, cada mañana monsieur Leonard edifica
sobre la frente de la reina, y de toda dama que se precie, las más aparatosas
torres de cabellos, para decorarlas después con simbólicos ornamentos.
Esta
técnica requiere en primer lugar, elevar los cabellos con gigantescas agujas y
a base de pomadas sobre la frente, como si se tratara de cirios, a medio metro
sobre las cejas. Una vez puestos los
pelos de punta, empieza la verdadera labor de artista de monsieur Leonard. En esta materia podemos
asegurar que el arte rococó se lleva la palma. Sobre las grandes torres de pelo
se elevan verdaderos paisajes completos: campestres, marinos, bucólicos. Nada
detiene la fértil imaginación del peluquero. Y para que los diplomáticos no la
molesten por su desinterés por la política o los acontecimientos europeos,
María Antonieta lanza la moda de que cada día el peinado simboliza un
acontecimiento. Estrena Gluck la ópera Ifigenia
y a la mañana siguiente los peinados están a la par de este acontecimiento.
Todo pasa a las vacías cabezas de la corte, desde la viruela del rey, la
insurrección americana y, lo que es peor, sucesos como los asaltos a las
panaderías de París durante la crisis del hambre. Nada despierta a esta frívola
e inconsciente sociedad, nada la conmueve si no son sus juegos y sus intrigas […].
Constantemente
llegan a María Teresa (madre de María Antonieta), en Viena, las quejas de los
embajadores y de los países europeos que ven con gran escándalo las
excentricidades de la corte francesa. La emperatriz austríaca escribe carta
tras carta a su alocada hija, que no le hace ya el más mínimo caso: Querida hija, no puedo de dejar de tocar un
punto, que con mucha frecuencia encuentro repetido en las gacetas: me refiero a tus peinados. Se dice que desde
la raíz del pelo tienen treinta y seis pulgadas y que encima aún hay plumas y
lazadas. […]
Y
no es sólo el vestir y los peluqueros lo que desfonda rápidamente las arcas
reales, son también las joyas […]. Ya no le bastan a la inquieta joven la dote
de diamantes que Viena le ha dado ni la arquilla de Luis XV con las joyas de la
familia. Una reina, piensa María Antonieta, no debe usar jamás las mismas
joyas, como tampoco usa los mismos vestidos en dos ocasiones […].
Pronto
María Antonieta contrae deudas por todas partes y llega incluso a vender sus
antiguos diamantes por nuevos diseños.
Vuelven
las advertencias de Viena, cada vez más duras.
María
Teresa, de nuevo, incansable escribe: Todas
las noticias de París coinciden en que de nuevo has comprado brazaletes por un
valor de doscientas cincuenta mil libras, con lo cual has llevado al desorden
tus ingresos y contraído deudas, y hasta se dice que para contribuir al pago,
has vendido por un precio ínfimo tus diamantes. […]
Llena
de deudas y rodeada de acreedores, María Antonieta crea un nuevo
entretenimiento, pero esta vez con la intención de poder pagar todo lo que debe
[…].
Las
estancias privadas de la reina en Versalles se convierten en verdaderos garitos
de juego. Esta vez no es necesario tener un título para llegar a sus estancias,
sino que entra todo aquel que puede acreditar que posee sumas de dinero para
jugar.
Nada
detiene a esta troupe de cortesanos,
ni siquiera una orden del rey, prohibiendo, bajo pena de multa, todo juego de
azar. La policía no puede entrar en las estancias reales y ni siquiera el mismo
rey se da cuenta de nada, ya que los sirvientes vigilan su llegada y, avisan a
la reina, quien, en un momento, hace desaparecer todos los rastros de los
juegos prohibidos.
Luis
XVI sigue ignorante a todas las distracciones de su esposa […].
María
Antonieta, absorbida por esta nueva pasión, pasa día tras día jugando hasta
altas horas de la noche; incluso la víspera de Todos los Santos la llega a
pasar jugando hasta el amanecer, y esta vez, hasta su propia corte se
escandaliza.
Y
de nuevo escribe María Teresa, que recoge todos los rumores y todos los libelos
que salen hablando mal de su hija. La advierte, la avisa, la amenaza... pero
todo ello no logra perturbar la alegría de la reina.
María
Antonieta resume su vida y la de sus cortesanos en una frase al embajador de
Viena en París: Tengo miedo de aburrirme».
MASSOT,
N., María Antonieta, Edit. Brugera,
Barcelona, 1975, pp. 79-90.
sábado, 18 de enero de 2020
LA IGLESIA CATÓLICA Y EL NAZISMO
1. ¿Hitler católico?
2. El ascenso del nazismo.
Conflicto entre la Iglesia católica y el III Reich.
3. La Iglesia ante el Holocausto.
4. El origen de una leyenda
negra.
Desde
la década de 1960, se ha ido extendiendo una infundada teoría que pretende
relacionar a la Iglesia católica con el nazismo. Según esto, la Iglesia sería
culpable por su connivencia con el régimen nazi, o, en el mejor de los casos,
por haberlo tolerado como un mal menor. Para los que así opinan, el Vaticano se
cruzó de brazos y guardó silencio ante el exterminio de los judíos. En esta
controversia, el papa Pío XII ha sido, seguramente, la figura más atacada.
Intentaremos
en este artículo aclarar la cuestión a la luz de los hechos históricos y de sus
fuentes.
1. ¿Hitler católico?
El
primer error ‒en realidad, una verdad a medias‒ es afirmar, sin más, que Adolf
Hitler era un católico, hijo de la católica Austria. Como si el mero hecho de
estar bautizado y nacer en un territorio fueran suficientes elementos para
garantizar vivir el resto de la vida conforme a un credo religioso, por lo
demás, exigente. A poco que se conozca su biografía, resulta demasiado
evidente que quien habría de convertirse en führer
de Alemania abandonó muy pronto la fe recibida de sus mayores.
Desde
la adolescencia, Hitler se fue convirtiendo en un ateo práctico que llegó a
elaborar una ideología radicalmente anticristiana, entre cuyas raíces se
encontraban Nietzsche, el darwinismo o las fantasías ocultistas. Hitler
consideraba el cristianismo como una lacra histórica y un invento de los
judíos, despreciando particularmente los principios evangélicos de la igualdad
y la compasión. Al respecto, sabía manifestarse de manera inequívoca: «El cristianismo es una rebelión contra la
ley natural, una protesta contra la naturaleza. Llevado a su lógica extrema, el
cristianismo supondría el cultivo
sistemático del fracaso humano» [1]. En ocasiones, incluso podía
llegar a emplear comentarios insultantes: «¡La
mera visión de uno de esos abortos en sotana [los sacerdotes] me pone frenético!»
[2]. Su rechazo visceral hacia la Iglesia y los valores que ésta representaba
se manifestó en diferentes medidas durante los años en que dirigió Alemania.
En los juicios
de Núremberg se descubrió que los planes del dictador alemán para después de su
victoria en la guerra incluían el aniquilamiento de la Iglesia católica y de
las demás confesiones cristianas.
2. El ascenso del nazismo. Conflicto entre la Iglesia católica y el III
Reich
Alemania
fue el Estado europeo más afectado por la crisis de 1929, alcanzándose pronto
la cifra de seis millones de parados. En estas circunstancias crecieron los
extremismos políticos (nazismo y comunismo) y la democracia quedó tocada de
muerte. El partido de Adolf Hitler, que en los años veinte había sido un pequeño
grupo con escasa representación en el Reichstag, tuvo un ascenso fulgurante en
las distintas convocatorias electorales que se sucedieron entre 1930 y 1933.
En
aquellos llamamientos a las urnas los obispos alemanes advirtieron a los
católicos ‒aproximadamente, una tercera parte de la población‒ que las ideas
centrales del nacionalsocialismo eran del todo incompatibles con la fe de la
Iglesia. Las denuncias del episcopado germano tuvieron lugar seguidamente de la
condena del antisemitismo, realizada por la Santa Sede en 1928 [3]. La
propaganda eclesiástica, unida a la sensibilidad de los católicos, tuvo su
reflejo en las urnas, de tal modo que los nazis no consiguieron dominar en las
regiones de población mayoritariamente católica, como Baviera o Renania.
Principalmente, el triunfo de Hitler se alcanzó en las zonas de tradición
protestante, es decir en el centro, norte y este de Alemania, entre otras causas,
debido a que el proceso de secularización se encontraba mucho más avanzado
entre los protestantes alemanes [4].
En
los comicios legislativos de noviembre de 1932, donde ningún partido consiguió
la mayoría absoluta, los nazis lograron ser la fuerza más votada. Así las
cosas, el anciano mariscal Von Hindenburg, presidente del Reich (jefe del Estado
alemán), después de infructuosos intentos para formar un Gobierno que excluyera
a los nazis, nombró a Hitler canciller, el 30 de enero de 1933. Solo dos meses
más tarde, unas nuevas elecciones permitieron al Partido Nacionalsocialista
conseguir una amplia mayoría, a partir de la cual, en poco tiempo, Hitler pudo
imponer su régimen totalitario, el denominado III Reich (1933-1945).
El
23 de marzo de 1933, Hitler prometió públicamente que no atentaría contra los
derechos de los cristianos (protestantes o católicos) y que procuraría
relaciones amistosas con la Santa Sede. Como gesto de buena voluntad, la
Iglesia tomó algunas medidas, como levantar la excomunión que pesaba sobre
Hitler, si bien, se mantuvo en todo momento la condena sobre la doctrina nazi.
En este ambiente comenzaron las negociaciones que desembocaron en el
Concordato, firmado en julio de 1933.
Contrariamente
a lo que se ha dicho en algunas ocasiones, la Iglesia no firmó el Concordato
con ánimo de respaldar a la Alemania de Hitler. Dada la naturaleza del nuevo
régimen, con la consiguiente situación de peligro para los católicos alemanes,
la intención del Vaticano fue, ante todo, salvaguardar los derechos de sus
fieles a través de una base jurídica lo más sólida posible. En el texto del Concordato
el Reich se comprometía a respetar el libre y público ejercicio de la religión
católica y la independencia de la Iglesia en sus asuntos propios. Así mismo, el
Estado alemán reconocía el derecho a una enseñanza católica. Prueba de la
corrección de este documento es que, después de la II Guerra Mundial, fue
aceptado por la República Federal de Alemania.
Por
su entraña ideológica el nazismo tenía que entrar en conflicto con el
cristianismo. El primer choque se produjo con motivo de la promulgación, en
1933, de la ley de esterilización ‒aplicada contra ciegos, sordos,
esquizofrénicos, etc.‒, lo que provocó varias protestas entre las que destacó
la del arzobispo de Münster, Von Galen. Fue también dicho prelado quien más se
enfrentó, a través de sus escritos, con Alfred Rosenberg, principal ideólogo
del Partido Nazi, autor del Mito del
siglo XX, obra que fue incluida en el Index
(el índice de libros prohibidos por la Iglesia). Cuando, poco después, comenzó
la persecución contra los judíos, los obispos católicos ‒Von Galen, el cardenal
Von Faulhaber, arzobispo de Múnich, y Von Preysing, obispo de Berlín‒ salieron
en su defensa. Además, Hitler incumplió sistemáticamente el Concordato. Entre
1933 y 1936, el Vaticano dirigió más de treinta notas oficiales a Berlín denunciando
los abusos de la ideología nacionalsocialista.
En
1937, el papa Pío XI publicaba la encíclica Mit
brennender sorge (Con viva
preocupación), que suponía una solemne y radical condena del
nacionalsocialismo. Entre otras cuestiones, en aquel documento el papa
declaraba, en clara alusión al régimen nazi, que obraba en contra de la fe
católica «quien,
siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone
en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal. Igualmente,
el pontífice proclamaba que quien tome la
raza o el pueblo o el Estado […] o los representantes del poder […] y los
divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto
por Dios». La encíclica, impresa y distribuida secretamente en Alemania,
fue leída el domingo 21 de marzo de 1937, en los 11.500 templos católicos del Reich
alemán, provocando la airada protesta de las autoridades nacionalsocialistas. Mit brennender sorge fue muy aplaudida
dentro y fuera de Alemania por católicos y protestantes, y, en general, por
casi todos los que, oponiéndose a Hitler, valoraban la denuncia que el
documento hacía del racismo y del totalitarismo nazi.
Cuando
en mayo de 1938 el führer visitó
Roma, el papa abandonó la ciudad y ordenó el cierre de los museos vaticanos. En
1939 moría Pío XI y le sucedía su secretario de Estado, Eugenio Pacelli, con el
nombre de Pío XII (1939-1958). Pacelli, que había atacado la ideología
nacionalsocialista en numerosos discursos públicos, durante su etapa de nuncio
en Alemania (1917-1929), había llegado a describir a Hitler, en 1935, como «un falso profeta seguidor de Lucifer» [5].
Asimismo, Pacelli, que como cardenal colaboró en la redacción de la Mit brennender sorge, ahora, convertido
en papa, publicaba otra encíclica, Summi
Pontificatus (1939), en la que nuevamente se condenaba el nazismo.
El
1 de septiembre de 1939 estalla la II Guerra Mundial. La Iglesia habría de sufrir
en aquellos años de contienda la culminación del duro período comenzado en
1933. A lo largo del III Reich la inmensa mayoría de las publicaciones
católicas fueron suprimidas ‒de 453, en 1943 sólo quedaban siete‒ [6], se
cerraron las escuelas católicas y numerosos edificios religiosos, como
seminarios, conventos o monasterios, fueron confiscados.
Entre
1933 y 1945, más de ocho mil sacerdotes alemanes tuvieron conflictos con el
régimen nazi por distintas causas: pertenencia a asociaciones católicas
prohibidas, prestación de ayuda a judíos, críticas al régimen desde los
púlpitos, etc. «Pasó del 35 % el número
de clérigos seculares de Alemania que se vieron afectados por medidas de
inmediata ejecución de la Gestapo. Y sumando a Alemania los países europeos
ocupados, un total de cuatro mil sacerdotes y religiosos entregaron la vida, de
los cuales más de cuatrocientas personas eran monjas» [7]. En el campo de
concentración de Dachau ‒auténtico cementerio de curas‒ fueron recluidos cerca
tres mil miembros del clero católico, de ellos una buena parte procedían de
Polonia la nación donde la Iglesia sufrió más la persecución.
Entre
los muchos mártires originados por el nazismo, podemos señalar cinco
representantes de aquella época de prueba para la Iglesia:
Edith Stein (beatificada en 1987 y canonizada en 1998), religiosa
carmelita de origen judío, muerta en las cámaras de gas de Auschwitz (1942).
Maximiliano Kolbe (beatificado en 1971 y canonizado en 1982),
franciscano polaco que murió en Auschwitz (1941) al cambiar su vida por la de
un padre de familia.
Bernhard Lichtenberg (beatificado en 1996), sacerdote en Berlín, famoso
a causa de sus oraciones en público por los judíos. Protestó contra el
asesinato de discapacitados (campaña de eutanasia). Fue enviado al campo de
concentración de Berlín-Wuhlheide y, posteriormente, trasladado a Dachau,
muriendo de camino en un vagón de ganado.
Rupert Mayer (beatificado en 1987), jesuita alemán, uno de los primeros
en advertir el anticristianismo del movimiento hitleriano, ya en 1923.
Perseguido por la Gestapo, sufrió el internamiento en el campo de concentración
de Sachsenhausen.
Kart Leisner (beatificado en 1996), seminarista alemán, enviado al
campo de concentración de Dachau (1940), donde, clandestinamente, fue ordenado
sacerdote de manos de un obispo francés, también prisionero, y donde celebró su
única misa.
3. La Iglesia ante el Holocausto
Sería
tremendamente injusto olvidar los heroicos esfuerzos que la Iglesia realizó
durante los años de la II Guerra Mundial a favor del pueblo judío, librando a
miles de vidas de una muerte, a menudo ejecutada con despiadada crueldad.
En
su mensaje radiofónico navideño de 1942, Pío XII, con la voz quebrada por la
emoción, deploraba la situación de «centenares
de miles de personas, que, sin culpa alguna, a veces sólo por razones de
nacionalidad o raza, están destinadas a la muerte o a un progresivo deterioro».
Fue el mismo Pío XII quien, por entonces, impartió órdenes para que se diera
refugio y alimento a los hebreos, en parroquias, conventos y monasterios,
empezando por el Vaticano y la residencia veraniega de Castel Gandolfo. Según
el historiador judío Joseph Lichten, en septiembre de 1943, el pontífice llegó
a ofrecer bienes del Vaticano como rescate de hebreos apresados por los nazis.
No es extraño, por tanto, que los judíos en Italia consiguieran una tasa de
supervivencia mucho más elevada que en otros países ocupados por los ejércitos
alemanes.
Fuera
de Italia, la Iglesia trabajó para salvar al pueblo de Israel a través de sus
representaciones diplomáticas ‒las nunciaturas‒ y con numerosas iniciativas que
partían de diferentes obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Esta tarea de
rescate fue menos difícil en los países aliados de Alemania.
En
Hungría, la Santa Sede presionó todo lo que pudo al regente, el almirante
Horty, para que suspendiese la deportación de hebreos que le requería Hitler.
En
la Francia de Vichy (régimen colaboracionista con Alemania) destacó el ejemplo
del arzobispo de Toulouse, Jules Gérard Saliège, quien asistió a los hebreos
internados en los campos del sudoeste galo y llegó a formar, con la ayuda de un
judío de la Resistencia, una red judía clandestina para dar refugio a niños.
Para condenar las detenciones y deportaciones de judíos, monseñor Saliège
publicó y ordenó leer en las iglesias una valiente carta pastoral, el 23 de
agosto de 1942: «Estaba reservado a
nuestro tiempo contemplar el triste espectáculo de hombres, mujeres, niños,
padres y madres tratados como un vil rebaño, separados los unos de los otros y
embarcados hacia un destino desconocido. […] Los judíos son hombres, las judías
son mujeres. No está permitido todo contra ellos, […] son tan hermanos nuestros
como los demás. Un cristiano no puede olvidarlo». El texto tuvo una enorme
divulgación en toda Francia y ayudó a concienciar a muchos franceses hasta
entonces apáticos frente a la persecución de la que eran víctimas los judíos.
En la misma línea de monseñor Saliège, el obispo de Montauban, Pierre Marie Théas,
publicó otra carta condenando la persecución contra los judíos: «Proclamo que todos los hombres, arios o no,
son hermanos, […]. Y que las actuales medidas antisemitas son un desprecio de
la dignidad humana, una violación de los derechos más sagrados de la persona y
de la familia». Memorable fue el ejemplo del obispo de Niza, Paul Rémond,
que instaló en su residencia episcopal una red clandestina para salvar niños.
Son
varios los historiadores serios que estiman en cientos de miles los judíos
salvados en la Europa ocupada gracias a la Iglesia católica, entre ellos el hebreo
Pinchas Lapide, quien calcula el número entre setecientos mil y ochocientos
cincuenta mil [8].
Pese
a todo, desde hace tiempo se viene divulgando la idea de que el Vaticano fue,
cuando menos, tibio en su denuncia del Holocausto. Al respecto, es preciso
aclarar que Pío XII meditó mucho sobre la posibilidad de publicar una
declaración donde, abiertamente, se denunciara la tragedia que estaba viviendo
el pueblo de Israel. Si, finalmente, el papa descartó esta opción, ello debe
relacionarse con la dura experiencia a la hora de enfrentarse al problema. En
Holanda (1942), cuando los obispos católicos alzaron con fuerza su voz
condenando las deportaciones de judíos, el mando alemán respondió redoblando
las redadas ‒al terminar la guerra la comunidad judía holandesa resultó ser de
las más castigadas‒ y enviando a los campos de concentración a los católicos de
origen hebreo. Pío XII comprendió que una solemne denuncia podía acarrear
represalias contra los católicos, provocar nuevas crueldades contra los judíos
y comprometer los esfuerzos que se estaban llevando a cabo para salvar el mayor
número posible de vidas. En consecuencia, el papa eligió una estrategia más
discreta pero mucho más eficaz, que fue totalmente apoyada por las
organizaciones humanitarias judías. A las mismas conclusiones llegaron la Cruz
Roja o los gobiernos de Gran Bretaña y Estados Unidos, renunciando a
declaraciones que provocaran males mayores.
Al
término de la guerra, finalizado el Holocausto, fueron numerosos e importantes
los gestos y palabras de gratitud hacia la Iglesia católica por su ayuda al
pueblo de Israel. Así, en 1945, Pío XII recibió el agradecimiento público del
gran rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, quien bendijo al papa «por sus esfuerzos para salvar vidas judías
durante la ocupación nazi de Italia», y del Congreso Judío Mundial, cuyo
secretario general, Kubowitzki, visitó el Vaticano. Por su parte, el gran
rabino de Roma, Israel Zolli, movido por la actitud del pontífice durante la
guerra, se convirtió al catolicismo, tomando como nuevo nombre en el bautismo
el de Eugenio, en honor a Pío XII (Eugenio Pacelli). Además, a la muerte del
papa (1958), Golda Meir, ministra de Exteriores de Israel, manifestó
públicamente su sentido pesar por aquella pérdida y envió un elocuente mensaje:
«Cuando el terrible martirio se abatió sobre
nuestro pueblo, la voz del papa se elevó en favor de las víctimas». Otro
judío mundialmente conocido, Albert Einstein, impresionado por la labor de la
Iglesia católica en Alemania ‒Einstein era alemán‒ escribió en The Tablet de Londres: «Sólo la Iglesia se pronunció claramente
contra la campaña hitleriana que suprimía la libertad. Hasta entonces, la
Iglesia nunca había llamado mi atención, pero hoy expreso mi admiración y mi
profundo aprecio por esta Iglesia que, sola, tuvo el valor de luchar por las
libertades morales y espirituales».
4. El origen de una leyenda negra
Sin
embargo, este ambiente de reconocimiento generalizado cambió en los años 60 del
siglo XX, divulgándose, desde entonces y hasta hoy, una auténtica leyenda negra
sobre las relaciones de la Iglesia con el nazismo.
En
el 2007, un antiguo y destacado agente de la Europa del Este, Mihai Pacepa,
desveló en la revista National Review
Online su participación en una campaña, aprobada por el dirigente soviético
Nikita Kruschev en 1960, para destruir la autoridad moral del Vaticano. Según
este testimonio, el principal objetivo de aquel complot era presentar a Pío XII
ante la opinión pública como un antisemita simpatizante de Hitler. Pacepa
aseguró que, en la consecución de este fin, uno de los medios empleados por la
KGB fue la promoción de la obra de teatro El
vicario, escrita por Rolf Hochhuth y estrenada en Alemania en 1963.
Podemos
creer o no al mencionado exagente comunista. En cualquier caso, es innegable el
significado de este drama escénico, en el que el papa Pacelli es presentado
como un hombre frío que mantuvo silencio sobre el Holocausto judío, actitud
tildada de criminal complicidad.
Un año más
tarde, El vicario fue llevado a los
escenarios de Nueva York. Posteriormente, se tradujo a veinte idiomas,
llegándose a convertir, con el paso del tiempo, en referencia obligada para un
aluvión de artículos y libros, en los que se ha ido desarrollando y engordando
la leyenda negra sobre Pío XII. Uno de los más destacados capítulos de este
culebrón fue la versión cinematográfica del drama de Hochhuth, titulada Amén (2002), película dirigida por Costa
Gavras, cineasta griego de conocida filiación comunista.
Luis Somarriba
NOTAS:
[1]
Las conversaciones privadas de Hitler, introducción
de Hugh Trevor-Roper, Barcelona, 2004, p.
75.
[2]
Ibid., p. 299.
[3]
El 25 de marzo de 1928, el Vaticano, a través del Santo Oficio, condenaba el
antisemitismo: «La Sede Apostólica condena de la manera más decidida el odio
contra el pueblo, un tiempo elegido por Dios, un odio que hoy se acostumbra a
llamar con el nombre de antisemitismo», AAS XX/1928, pp. 103-104.
[4]
GRAF HUYN, Hans, Seréis como dioses.
Vicios del pensamiento político y cultural del hombre de hoy. EIUNSA, Barcelona, 1991, pp. 206-208.
[5]
Carta enviada al cardenal Karl Joseph Schulte, arzobispo de Colonia.
[6]
GRAF HUYN, Hans, opus cit., p. 204.
[7]
Ibid., pp. 204, 205.
[8]
PINCHAS LAPIDE, Emilio, Three Popes and
the Jews. Souvenir Press, Londres, 1967, p. 167.
viernes, 21 de julio de 2017
GUERRA HISPANO-NORTEAMERICANA (1898). BATALLA DE SANTIAGO DE CUBA
En el origen de este conflicto se encuentran dos importantes cuestiones: el desarrollo de una
burguesía criolla con un sentimiento patriótico cubano y las ambiciones de Estados
Unidos hacia la cercana y próspera isla caribeña.
En 1878 (Paz de Zanjón) España logró acabar con una guerra
independentista, iniciada diez años antes. Sin embargo, en 1895 estalló una nueva
insurrección que dio paso a la segunda guerra de Cuba (1895-1898). El levantamiento estuvo encabezado por Máximo Gómez,
Antonio Maceo y José Martí. El
Gobierno español respondió enviando al general Valeriano Weyler e incrementando
considerablemente los efectivos militares.
No obstante, el problema para España se complicó a causa de la actitud
de Estados Unidos, en donde el entorno del presidente Mac Kingley era favorable a una intervención militar en Cuba. Asimismo,
también la opinión pública norteamericana se inclinaba cada vez más hacia la
guerra, gracias a la labor desempeñada por la prensa de las cadenas Pulitzer y
Hearst, ligadas a las compañías azucareras. Estos periódicos publicaban noticias frecuentemente exageradas o falsas, sobre las «atrocidades» cometidas por los españoles.
En febrero de 1898, el crucero
norteamericano Maine, anclado en el
puerto de La Habana, hizo explosión. Washington atribuyó los hechos a un
sabotaje español, elevándose la tensión. En este ambiente, el presidente Mac
Kingley propuso comprar la isla, pero el ofrecimiento fue rechazado en Madrid.
Finalmente, el Congreso de Estados Unidos envío un ultimátum, en el que se exigía que España abandonara Cuba. El
Gobierno español sabía que no era posible imponerse militarmente a los
norteamericanos, pero, por razones de honor, no aceptó dicho ultimátum,
estallando la guerra (finales de abril).
El conflicto se decidió principalmente
en el mar. La armada española fue derrotada en las batallas de Santiago de Cuba (almirante Cervera) y Cavite, en Filipinas. España tuvo que
pedir la paz y firmar el Tratado de
París (1898), por el cual entregaba a Estados Unidos los restos de su imperio
ultramarino: Cuba, Puerto Rico,
Filipinas y la isla de Guam. Únicamente en el caso de Cuba, la ocupación
norteamericana fue temporal, hasta la independencia en 1902.
Batalla naval de Santiago de Cuba (julio de 1898). Testimonio de Mr. Evans, comandante del
Iowa
El 3 de julio de 1898 tuvo lugar el histórico combate naval entre las dos flotas: la española, dirigida por el almirante Cervera, y la estadounidense, al mando de Sampson.
Aquel día, Cervera se vio obligado a dejar la bahía de Santiago, importante ciudad del oriente cubano, y enfrentarse a la armada yanqui, dos veces superior. Los norteamericanos se habían situado frente a la costa, controlando la estrecha entrada del puerto, por la cual los barcos españoles solamente pudieron salir de uno en uno, exponiéndose, también de uno en uno, al conjunto del fuego enemigo. Así las cosas, el desastre se sirvió rápido. La escuadra de Cervera quedó destruida. A excepción de un buque, hundido como consecuencia directa del combate, los restantes, gravemente dañados, fueron embarrancados por sus capitanes. Se calcula que los muertos españoles de la batalla fueron unos trescientos setenta y los heridos alrededor de ciento cincuenta. Por contra, los norteamericanos tan solo sufrieron una víctima mortal y dos heridos. Muchos de los supervivientes fueron recogidos en las naves estadounidenses.
A continuación, recogemos el testimonio de Mr. Evans, comandante del Iowa:
«En el fondo de
los botes había tres o cuatro pulgadas de sangre; en muchos de los viajes
llegaban algunos cadáveres sumergidos en aquel rojizo e imponente líquido.
Estos bravos luchadores, muertos por la querida Patria, fueron después
sepultados con los honores militares, que les tributó la misma tripulación del
Iowa. Ejemplos tales de heroísmo, o mejor dicho de fanatismo (sic) por la disciplina militar, jamás
habían sido llevados al terreno de la práctica tal y como los llevaron a cabo
los marinos españoles. Uno de estos, con el brazo izquierdo completamente
arrancado de su sitio y el hueso descarnado [Sr. Fajardo], pendiente solamente
de pequeños filamentos de piel, subió la escala de mi buque con serenidad estoica,
y al pisar la cubierta del Iowa se cuadró y saludó militarmente. Todos nos
sentimos conmovidos hasta lo sumo. Otro llegó nadando en una charca de sangre,
con la pierna derecha únicamente; fue atado con un cabo en el bote e izado a
bordo sin proferir ni una queja…
»Para terminar
aquella faena, llegó el último bote conduciendo al comandante del Vizcaya,
señor Eulate, para quien se llevó una silla porque estaba malherido. Todos sus
oficiales y marineros, al verle llegar, se apresuraron a darle la bienvenida
luego que se desenganchó la silla del aparejo. Eulate, poco a poco, se
incorporó, me saludó con grave dignidad, desprendió su espada del cinto, llevó
su guarnición a la altura de los labios, la besó reverentemente y, con los ojos
llenos de lágrimas, me la entregó. Aquel hermoso acto no se borrará jamás de mi
memoria. Estreché la mano de aquel valiente español, y no acepté su espada. Un
sonoro y prolongado ¡hurra! salió de toda la tripulación del Iowa.
»Enseguida, varios
de mis oficiales tomaron en la silla de mano al capitán Eulate, con objeto de
conducirle a un camarote dispuesto para él donde el médico reconociese sus
heridas. En el momento en que los oficiales se disponían a bajarle, una
formidable explosión, que hizo vibrar las capas del aire a varias millas en
derredor, anunció el fin del Vizcaya. Eulate volvió el rostro, y extendiendo
los brazos hacia la playa, exclamó: Adiós,
Vizcaya; adiós, ya..., y los sollozos ahogaron sus palabras.
»Con respecto al
valor y energía, nada hay registrado en las páginas de la historia que pueda
asemejarse a lo realizado por el almirante Cervera. El espectáculo que
ofrecieron a mis ojos los dos torpederos, meras cáscaras de papel, marchando a
todo vapor bajo la granizada de bombas enemigas y en pleno día, solo se puede
definir de este modo: fue un acto español.
»El almirante
Cervera fue trasladado desde el Gloucester a mi buque. Al saltar sobre
cubierta, fue recibido militarmente con todos los honores debidos a su
categoría por el Estado Mayor en pleno, el comandante del barco y los mismos
soldados y artilleros, que con las caras ennegrecidas por la pólvora, salieron
casi desnudos a saludar al valiente marino, el cual con la cabeza descubierta
pisaba gravemente la cubierta del vencedor.
»La numerosa
tripulación del Iowa, unida a la del Gloucester, prorrumpió unánime en un ¡hurra!
ensordecedor cuando el almirante español saludó a los marineros americanos.
Aunque el héroe ponía sus pies sin insignia ninguna en la cubierta del Iowa,
todo el mundo reconoció que cada molécula del cuerpo de Cervera constituía por
sí sola un almirante».
domingo, 13 de noviembre de 2016
DOÑA JUANA I DE CASTILLA: UNA LOCURA DE AMOR
Locura de amor (I): celos de Juana la Loca
hacia su marido
«Halló a Felipe frío con ella.
No tardó mucho en conocer el motivo de aquel desvío. La engañaba con una dama
de la Corte que tenía una hermosa cabellera rubia, que era su orgullo y, al
parecer, el encanto de Felipe.
Juana esperó, con la cautela de
los lunáticos. Y la ocasión no tardó en llegar. Guardó unas tijeras en la
escarcela que colgaba de su ceñidor y buscó a su rival. La sorprendió leyendo
una carta, que guardó, turbada, apresuradamente, en el secreto de su escote.
No esperó Juana a las disculpas
de la dama, ni a que ésta se defendiera. Se entabló entre ellas un impropio
forcejeo. Juana le arrebató la carta del recaudo del pecho. La dama recobró el
papel y se lo llevó a la boca. Lo rasgó con los dientes, lo masticó y acabó por
tragárselo, sin que Juana lo pudiese impedir.
La bella, en su lucha, perdió la
toca, dejando caer sus doradas trenzas. Juana tiró de ellas y las segó con las
prevenidas tijeras, que le sirvieron, también, como remate, para hacer unas
marcas en el rostro de su enemiga.
Hubo que separarlas, mientras
Juana gritaba que cortasen el pelo de la dama hasta la misma piel. ¡El oro de
su cabellera! ¿No era así como él la llamaba?
Cuando acudió Felipe, ella le
tiró las trenzas de su amada a la cara y huyó a su dormitorio. Felipe la siguió
y, al darle alcance, en su misma alcoba, la golpeó hasta hacerle caer al suelo,
junto a la cama, mientras ella gritaba desesperadamente.
La dejó allí, caída, y pasó a su
habitación, inmediata a la de ella, corriendo el cerrojo de la puerta. Juana
trató de abrir, vencida, suplicando perdón.
Sin recibir respuesta, golpeó,
lloró convulsa. Al cabo de un largo tiempo de ruegos y promesas, arrodillada,
apoyó la cabeza en la puerta, callada, al fin. Con los ojos extrañamente
abiertos.
Así solía castigarla él,
cerrándole el paso a su alcoba […]. Y ella se quedaba horas y horas, en el
suelo, a la puerta de su única felicidad, negándose a tomar alimento, negándose
a acostarse sola, negándose a ver a sus hijos. Negándose a todo, a todo lo que
no fuese su amor».
LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana de Castilla», Historia y Vida, n.º 150,
Barcelona, septiembre 1980, pp. 12-13.
Locura de amor (II): muerte de Felipe el
Hermoso
«Una tarde Felipe el Hermoso
jugó un partido de pelota con un capitán vizcaíno de su escolta.
Bañado en el sudor del
ejercicio, bebió una jarra de agua fría. Aquella noche cayó con una fiebre maligna.
Todo el cuerpo se le llenó de manchas negras. Los médicos prometieron curarle
con sus remedios usuales: purgas y sangrías. Agonizó durante seis días. Juana
le cuidó sin descanso, llena de entereza, a pesar de estar, otra vez, próxima a
dar a luz. Probaba todas las medicinas antes de administrárselas al enfermo,
por miedo a que tratasen de envenenarle.
A su muerte gritó como una
leona. Estuvo horas y horas abrazada a él, besándole desesperadamente. Hasta
que, a viva fuerza, la separaron de lo único que amaba en este mundo.
Lo demás, después, y siempre,
iba a ser soledad. Muchas horas sin dormir, sin hablar, sin comer, sin
cambiarse de ropa. Sin llorar. Sin pulso
-como alguien dijo-, para otra cosa que
no fuese su perdido bien. Cuando ya no lo tenía, tornaba a quererle más. Y
al decirle que ya estaba embalsamado, al
uso flamenco, y expuesto en la Cartuja de Miraflores, lo dejó allí
depositado y cada dos o tres días iba a verle. Estaba hermoso como nunca y
parecía vivo.
Hasta que una epidemia que se
declaró aquel invierno en Burgos la decidió, a pesar de lo avanzado de su
preñez, a ordenar el viaje a Granada, para dar allí eterna sepultura a su
esposo amado, hasta más allá de la razón. La nieve estaba acumulada en los
caminos. No importaba. Alguien se ocuparía de irlos abriendo.
El estado en que se encontraba […].
¿Qué tenía eso que ver? […].
Era conveniente aguardar la
llegada del rey Fernando. ¿Para qué? Estaría en Aragón, o en Milán o en
Nápoles, haciendo políticas […].
Juana no quería escuchar a nadie.
No quería firmar nada. Su única tarea en el mundo sería rezar por él y
custodiar su cuerpo sin vida. Y así fue.
Sobre el hielo, contra el
viento, bajo las nubes de plomo del invierno, leguas y leguas, Castilla
adelante.
Hombres con antorchas, soldados
con armaduras, monjes con responsos […] obispos, nobles, monteros de Espinosa […].
Y, detrás, ella, en una silla de manos.
Hacía de noche las jornadas,
porque una mujer honesta, después de
perder a su marido, que es un sol, no debe ver nunca la luz del día. Al
clarecer, se detenían en los templos, en las ermitas, en los monasterios que
encontraban a su paso. A ninguna mujer le estaba permitido acercarse.
Y, en cada descanso, mandaba
abrir la caja para volver a besar.
Un amanecer, al fin de una
etapa, depositaron los restos mortales de Felipe en una iglesia, cerca de
Torquemada. Juana escuchó, sorprendida, un responso cantado por voces
femeniles. Estaban en un convento de monjas dominicas.
A gritos hizo sacar de allí el
féretro. ¡Al campo! No quería velar a Felipe en un lugar donde hubiese mujeres.
No quería que, cuando se despertase, encontrara otras faldas que las de ella.
En Torquemada hubieron de hacer
alto para que Juana diese a luz a la última de sus criaturas, Catalina.
Don Fernando quiso encontrarse
con su hija en Tórtoles. Trataron y, al final, el de Aragón había conseguido
cuanto se propuso. La reina había delegado en él el gobierno de Castilla.
Poco después la encerraba en la
fortaleza de Tordesillas, con el pretexto de que allí estaría a salvo de ser
capturada por sus enemigos. En aquel gélido torreón, desde cuyos agujeros la
miraban de noche los búhos, podía ver por una ventana que daba a la iglesia del
contiguo Convento de Santa Clara, el ataúd de su esposo. Allí pasó días, meses,
años […]. Olvidada, o buscada a veces, lo que era mucho peor. Venían a verla
unos y otros, para sacar algo de ella. Para ayudarla, nadie. Ni para
compadecerla siquiera».
LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana
de Castilla», Historia y Vida, n.º
150, pp. 16-18.
![]() |
Juana la Loca ante el féretro de su marido, Felipe el Hermoso (escena hacia 1506-1507). Pintura del siglo XIX, de Francisco Pradilla, en el Museo del Prado.
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domingo, 25 de septiembre de 2016
LA INQUISICIÓN
Orígenes
y desarrollo de la Inquisición
Antes de enjuiciar cualquier hecho
histórico es preciso conocer bien la época en que aconteció y, sobre todo,
intentar comprender la mentalidad de la sociedad en la que tuvo lugar
–comprensión no incompatible con el rechazo de ciertos comportamientos–,
teniendo en cuenta que aquellos valores sociales pueden ser, en parte o
totalmente, distintos de los de nuestro tiempo.
Si esta actitud debiera estar siempre
presente a la hora de estudiar la historia, lo es más cuando se trata de la
Inquisición, pues nos referimos a una de las instituciones del pasado que más
han dado que hablar, y sobre la cual han escrito mayor número de folios los
novelistas y los guionistas de cine y televisión que los propios historiadores.
Estamos ante una cuestión, en la que la imaginación apasionada y la necesidad
de morbo, generación tras generación, han ido deformando la verdad, creando un
mito y dejando de lado el buen hacer de los expertos e investigadores de la
historia.
La Inquisición, que nació en la Edad
Media, responde plenamente a la mentalidad de la Europa de aquellos siglos. El
hombre del Medievo, cualquiera que fuese el estamento social al que
perteneciera, poseía unas profundas creencias cristianas, si bien éstas no
siempre se veían aplicadas en su actuar diario. La sociedad medieval compartía
una misma fe religiosa, razón por la cual a Europa se la llegó a denominar la
Cristiandad. Todos los aspectos de la civilización, desde el arte hasta la
economía y la política, pasando por la vida cotidiana, estaban inspirados o
relacionados con la fe transmitida por la Iglesia. Para los hombres y mujeres
de la Edad Media la religión tenía más valor que para muchos ciudadanos de hoy
la libertad, la democracia y los derechos humanos. Un mundo así no podía
entender o tolerar que ciertos individuos aislados mantuvieran ideas contrarias
a los dogmas de esa fe. Las personas que inventaban o transmitían tales ideas
eran los llamados herejes. No entraban en esta categoría los judíos, pues se
trataba de miembros de otra religión. El hereje era siempre un bautizado. La
herejía dañaba las mismas raíces de la sociedad medieval y podía ser fuente de
desórdenes y violencias. Ante esta amenaza, las principales autoridades
sintieron la necesidad de combatirla. Con todo, no será la Iglesia sino el
poder político quien primero y con mayor dureza reprima la herejía.
Durante buena parte de la Edad Media no
hubo en Europa herejías destacadas. Sin embargo, entre los siglos XII y XIII
crecieron dos importantes movimientos heréticos, el de los cataros y el de los
valdenses, que se extendieron por el sur de Francia y el norte de Italia. Fue
en este contexto cuando se gestó y nació la Inquisición. El primer tribunal inquisitorial
se estableció en Sicilia en 1220, a petición del emperador alemán Federico II.
En sus comienzos, por lo tanto, la Inquisición fue de creación real. En ella el
delito de herejía se castigó con la muerte en la hoguera.
Por su parte, los papas procuraron
moderar la actuación de los monarcas. Así, para evitar abusos, el pontífice
Gregorio IX (1227-1241) señaló que el obispo del lugar organizara un tribunal,
formado por expertos, teólogos de las órdenes mendicantes, que inquiriera (del
latín inquiro, de donde procede el
nombre de inquisición), es decir, que investigara o averiguara si existía
delito de herejía.
Paulatinamente, la Iglesia fue
introduciendo en la Inquisición normas que favorecían a los acusados, estableciéndose
un procedimiento legal con ciertas garantías. Es verdad que se cometieron
excesos, pero, con todo, su actuación fue modélica si la comparamos con los
brutales ejercicios de la justicia civil en aquellos siglos.
En la España medieval (Corona de Aragón)
se formaron algunos tribunales inquisitoriales a partir de 1242. No obstante,
dicha Inquisición es distinta de la que se llegará a fundar posteriormente, en
el siglo XV, por los Reyes Católicos.
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón
instituyeron la nueva Inquisición en 1480, con la misión de detectar a los
falsos cristianos: judíos oficialmente convertidos, pero que practicaban
ocultamente el judaísmo. Cuando, décadas más tarde, a partir de 1521, las
herejías protestantes se extiendan por Europa, la Inquisición se encargará de
extirpar de raíz cualquier brote que de las mismas se produzca en los dominios
de la Monarquía hispánica. Aunque en menor medida, otros delitos juzgados por
la Inquisición fueron la brujería, la blasfemia o la bigamia. En Castilla,
entre 1540 y 1700, los casos por brujería supusieron el 5,1 % del total de
procesos. En sus 350 años de historia, la Inquisición española, con tribunales
en la Península y las posesiones europeas y americanas, aplicó la pena de
muerte a unos 3000 reos, de un máximo de 200.000 procesados. Durante la mayor
parte de este tiempo, el Tribunal, conocido como Santo Oficio, fue temido, pero
a la vez respetado y valorado, contando
con la aceptación de todos los grupos sociales, de modo similar –salvando las
diferencias– a como en nuestros días podemos defender la existencia de la
policía y demás cuerpos de seguridad del Estado. La Inquisición española fue
suprimida entre 1813 y 1834, si bien, ya a lo largo del último siglo de vida,
su poder, influencia y actividades se habían reducido notablemente.
Este tribunal perdurará durante toda la
Edad Moderna (siglos XV-XVIII) en diversos países católicos; aunque es preciso
recordar, que, en este tiempo, en los Estados donde se implantó el
protestantismo, el poder político vigiló y actuó reprimiendo cualquier rebrote
del catolicismo. Así pues, además de los católicos, los Estados protestantes
también persiguieron ideas o conductas religiosas consideradas nocivas. Sólo en
la ciudad de Ginebra, en los diez años en que gobernó Calvino, quinientas
personas fueron condenadas a muerte a consecuencia de la intolerancia
religiosa, entre ellas el español Miguel Servet, descubridor de la circulación
pulmonar de la sangre; y en el conjunto de los países protestantes se calcula
que fueron quemadas más de 25.000 brujas.
Luis Somarriba
Luis Somarriba
Bibliografía:
- KAMEN, Henry, La Inquisición española, una revisión histórica,
Editorial Crítica, 1999.
- COMELLA, Beatriz, La Inquisición española,
Editorial Rialp, Madrid, 2004.
Procedimiento
legal de la Inquisición española
«Cuando el propio tribunal advertía una
situación sospechosa […] empezaba su actuación con la promulgación de un Edicto
de Gracia, que concedía un plazo de 30-40 días a todos los que quisieran
presentarse voluntariamente para confesar sus faltas y errores. La confesión
significaba la mayoría de las veces el perdón y sólo castigos menores, aunque
implicaba la condición de que el penitente diera a conocer los nombres de sus
cómplices. Ambos edictos daban pie a serios abusos, en especial el de Fe, pues,
al imponer la denuncia, obligaba a los fieles a cooperar en la tarea de la
Inquisición y hacía de todos sus agentes o su espía, constituyendo además una
tentación irresistible para los ajustes de cuentas privados. […]
Si se aceptaban las acusaciones, el
acusado ingresaba en las cárceles secretas de la Inquisición; generalmente era
bien tratado, aunque absolutamente incomunicado del mundo exterior […] el
acusado no podía conocer la identidad de sus acusadores ni la de los testigos.
[…] Sólo tenía un recurso: redactar una lista de sus enemigos y si entre éstos
había alguno de los acusadores, no se tomaban en cuenta sus declaraciones. […]
Se concedía al acusado un abogado de nombramiento oficial, aunque el enjuiciado
podía recusarlo y pedir otro. También se le daba un consejero, con la función
de convencer al acusado de que debía hacer una confesión sincera. […] La
Inquisición tenía, como otros tribunales de su tiempo, el recurso a la tortura
con el fin de obtener pruebas y la propia confesión. No podía llegar al
derramamiento de sangre ni nada semejante que causara lesión permanente; pero
todavía quedaba sitio para tres dolorosos sistemas de tortura […] no exclusivos
de la Inquisición: el potro, las argollas colgantes y el tormento del agua.
Aunque su empleo no era frecuente e iba acompañado de vigilancia médica,
resultaban horriblemente inadecuados en materias de conciencia.
LYNCH, Jonh, España bajo los Austrias, vol. I,
Ediciones Península, Barcelona,
1989, pp. 36-39.
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