En el origen de este conflicto se encuentran dos importantes cuestiones: el desarrollo de una
burguesía criolla con un sentimiento patriótico cubano y las ambiciones de Estados
Unidos hacia la cercana y próspera isla caribeña.
En 1878 (Paz de Zanjón) España logró acabar con una guerra
independentista, iniciada diez años antes. Sin embargo, en 1895 estalló una nueva
insurrección que dio paso a la segunda guerra de Cuba (1895-1898). El levantamiento estuvo encabezado por Máximo Gómez,
Antonio Maceo y José Martí. El
Gobierno español respondió enviando al general Valeriano Weyler e incrementando
considerablemente los efectivos militares.
No obstante, el problema para España se complicó a causa de la actitud
de Estados Unidos, en donde el entorno del presidente Mac Kingley era favorable a una intervención militar en Cuba. Asimismo,
también la opinión pública norteamericana se inclinaba cada vez más hacia la
guerra, gracias a la labor desempeñada por la prensa de las cadenas Pulitzer y
Hearst, ligadas a las compañías azucareras. Estos periódicos publicaban noticias frecuentemente exageradas o falsas, sobre las «atrocidades» cometidas por los españoles.
En febrero de 1898, el crucero
norteamericano Maine, anclado en el
puerto de La Habana, hizo explosión. Washington atribuyó los hechos a un
sabotaje español, elevándose la tensión. En este ambiente, el presidente Mac
Kingley propuso comprar la isla, pero el ofrecimiento fue rechazado en Madrid.
Finalmente, el Congreso de Estados Unidos envío un ultimátum, en el que se exigía que España abandonara Cuba. El
Gobierno español sabía que no era posible imponerse militarmente a los
norteamericanos, pero, por razones de honor, no aceptó dicho ultimátum,
estallando la guerra (finales de abril).
El conflicto se decidió principalmente
en el mar. La armada española fue derrotada en las batallas de Santiago de Cuba (almirante Cervera) y Cavite, en Filipinas. España tuvo que
pedir la paz y firmar el Tratado de
París (1898), por el cual entregaba a Estados Unidos los restos de su imperio
ultramarino: Cuba, Puerto Rico,
Filipinas y la isla de Guam. Únicamente en el caso de Cuba, la ocupación
norteamericana fue temporal, hasta la independencia en 1902.
Batalla naval de Santiago de Cuba (julio de 1898). Testimonio de Mr. Evans, comandante del
Iowa
El 3 de julio de 1898 tuvo lugar el histórico combate naval entre las dos flotas: la española, dirigida por el almirante Cervera, y la estadounidense, al mando de Sampson.
Aquel día, Cervera se vio obligado a dejar la bahía de Santiago, importante ciudad del oriente cubano, y enfrentarse a la armada yanqui, dos veces superior. Los norteamericanos se habían situado frente a la costa, controlando la estrecha entrada del puerto, por la cual los barcos españoles solamente pudieron salir de uno en uno, exponiéndose, también de uno en uno, al conjunto del fuego enemigo. Así las cosas, el desastre se sirvió rápido. La escuadra de Cervera quedó destruida. A excepción de un buque, hundido como consecuencia directa del combate, los restantes, gravemente dañados, fueron embarrancados por sus capitanes. Se calcula que los muertos españoles de la batalla fueron unos trescientos setenta y los heridos alrededor de ciento cincuenta. Por contra, los norteamericanos tan solo sufrieron una víctima mortal y dos heridos. Muchos de los supervivientes fueron recogidos en las naves estadounidenses.
A continuación, recogemos el testimonio de Mr. Evans, comandante del Iowa:
«En el fondo de
los botes había tres o cuatro pulgadas de sangre; en muchos de los viajes
llegaban algunos cadáveres sumergidos en aquel rojizo e imponente líquido.
Estos bravos luchadores, muertos por la querida Patria, fueron después
sepultados con los honores militares, que les tributó la misma tripulación del
Iowa. Ejemplos tales de heroísmo, o mejor dicho de fanatismo (sic) por la disciplina militar, jamás
habían sido llevados al terreno de la práctica tal y como los llevaron a cabo
los marinos españoles. Uno de estos, con el brazo izquierdo completamente
arrancado de su sitio y el hueso descarnado [Sr. Fajardo], pendiente solamente
de pequeños filamentos de piel, subió la escala de mi buque con serenidad estoica,
y al pisar la cubierta del Iowa se cuadró y saludó militarmente. Todos nos
sentimos conmovidos hasta lo sumo. Otro llegó nadando en una charca de sangre,
con la pierna derecha únicamente; fue atado con un cabo en el bote e izado a
bordo sin proferir ni una queja…
»Para terminar
aquella faena, llegó el último bote conduciendo al comandante del Vizcaya,
señor Eulate, para quien se llevó una silla porque estaba malherido. Todos sus
oficiales y marineros, al verle llegar, se apresuraron a darle la bienvenida
luego que se desenganchó la silla del aparejo. Eulate, poco a poco, se
incorporó, me saludó con grave dignidad, desprendió su espada del cinto, llevó
su guarnición a la altura de los labios, la besó reverentemente y, con los ojos
llenos de lágrimas, me la entregó. Aquel hermoso acto no se borrará jamás de mi
memoria. Estreché la mano de aquel valiente español, y no acepté su espada. Un
sonoro y prolongado ¡hurra! salió de toda la tripulación del Iowa.
»Enseguida, varios
de mis oficiales tomaron en la silla de mano al capitán Eulate, con objeto de
conducirle a un camarote dispuesto para él donde el médico reconociese sus
heridas. En el momento en que los oficiales se disponían a bajarle, una
formidable explosión, que hizo vibrar las capas del aire a varias millas en
derredor, anunció el fin del Vizcaya. Eulate volvió el rostro, y extendiendo
los brazos hacia la playa, exclamó: Adiós,
Vizcaya; adiós, ya..., y los sollozos ahogaron sus palabras.
»Con respecto al
valor y energía, nada hay registrado en las páginas de la historia que pueda
asemejarse a lo realizado por el almirante Cervera. El espectáculo que
ofrecieron a mis ojos los dos torpederos, meras cáscaras de papel, marchando a
todo vapor bajo la granizada de bombas enemigas y en pleno día, solo se puede
definir de este modo: fue un acto español.
»El almirante
Cervera fue trasladado desde el Gloucester a mi buque. Al saltar sobre
cubierta, fue recibido militarmente con todos los honores debidos a su
categoría por el Estado Mayor en pleno, el comandante del barco y los mismos
soldados y artilleros, que con las caras ennegrecidas por la pólvora, salieron
casi desnudos a saludar al valiente marino, el cual con la cabeza descubierta
pisaba gravemente la cubierta del vencedor.
»La numerosa
tripulación del Iowa, unida a la del Gloucester, prorrumpió unánime en un ¡hurra!
ensordecedor cuando el almirante español saludó a los marineros americanos.
Aunque el héroe ponía sus pies sin insignia ninguna en la cubierta del Iowa,
todo el mundo reconoció que cada molécula del cuerpo de Cervera constituía por
sí sola un almirante».
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