Historia de Colindres

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domingo, 13 de noviembre de 2016

DOÑA JUANA I DE CASTILLA: UNA LOCURA DE AMOR

Locura de amor (I): celos de Juana la Loca hacia su marido

                «Halló a Felipe frío con ella. No tardó mucho en conocer el motivo de aquel desvío. La engañaba con una dama de la Corte que tenía una hermosa cabellera rubia, que era su orgullo y, al parecer, el encanto de Felipe.
                Juana esperó, con la cautela de los lunáticos. Y la ocasión no tardó en llegar. Guardó unas tijeras en la escarcela que colgaba de su ceñidor y buscó a su rival. La sorprendió leyendo una carta, que guardó, turbada, apresuradamente, en el secreto de su escote.
                No esperó Juana a las disculpas de la dama, ni a que ésta se defendiera. Se entabló entre ellas un impropio forcejeo. Juana le arrebató la carta del recaudo del pecho. La dama recobró el papel y se lo llevó a la boca. Lo rasgó con los dientes, lo masticó y acabó por tragárselo, sin que Juana lo pudiese impedir.
                La bella, en su lucha, perdió la toca, dejando caer sus doradas trenzas. Juana tiró de ellas y las segó con las prevenidas tijeras, que le sirvieron, también, como remate, para hacer unas marcas en el rostro de su enemiga.
                Hubo que separarlas, mientras Juana gritaba que cortasen el pelo de la dama hasta la misma piel. ¡El oro de su cabellera! ¿No era así como él la llamaba?
                Cuando acudió Felipe, ella le tiró las trenzas de su amada a la cara y huyó a su dormitorio. Felipe la siguió y, al darle alcance, en su misma alcoba, la golpeó hasta hacerle caer al suelo, junto a la cama, mientras ella gritaba desesperadamente.
                La dejó allí, caída, y pasó a su habitación, inmediata a la de ella, corriendo el cerrojo de la puerta. Juana trató de abrir, vencida, suplicando perdón.
                Sin recibir respuesta, golpeó, lloró convulsa. Al cabo de un largo tiempo de ruegos y promesas, arrodillada, apoyó la cabeza en la puerta, callada, al fin. Con los ojos extrañamente abiertos.
                Así solía castigarla él, cerrándole el paso a su alcoba […]. Y ella se quedaba horas y horas, en el suelo, a la puerta de su única felicidad, negándose a tomar alimento, negándose a acostarse sola, negándose a ver a sus hijos. Negándose a todo, a todo lo que no fuese su amor».

                             LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana de Castilla», Historia y Vida, n.º 150,
                             Barcelona, septiembre 1980, pp. 12-13.                               


Locura de amor (II): muerte de Felipe el Hermoso

                «Una tarde Felipe el Hermoso jugó un partido de pelota con un capitán vizcaíno de su escolta.
                Bañado en el sudor del ejercicio, bebió una jarra de agua fría. Aquella noche cayó con una fiebre maligna. Todo el cuerpo se le llenó de manchas negras. Los médicos prometieron curarle con sus remedios usuales: purgas y sangrías. Agonizó durante seis días. Juana le cuidó sin descanso, llena de entereza, a pesar de estar, otra vez, próxima a dar a luz. Probaba todas las medicinas antes de administrárselas al enfermo, por miedo a que tratasen de envenenarle.
                A su muerte gritó como una leona. Estuvo horas y horas abrazada a él, besándole desesperadamente. Hasta que, a viva fuerza, la separaron de lo único que amaba en este mundo.
                Lo demás, después, y siempre, iba a ser soledad. Muchas horas sin dormir, sin hablar, sin comer, sin cambiarse de ropa. Sin llorar. Sin pulso -como alguien dijo-, para otra cosa que no fuese su perdido bien. Cuando ya no lo tenía, tornaba a quererle más. Y al decirle que ya estaba embalsamado, al uso flamenco, y expuesto en la Cartuja de Miraflores, lo dejó allí depositado y cada dos o tres días iba a verle. Estaba hermoso como nunca y parecía vivo.
                Hasta que una epidemia que se declaró aquel invierno en Burgos la decidió, a pesar de lo avanzado de su preñez, a ordenar el viaje a Granada, para dar allí eterna sepultura a su esposo amado, hasta más allá de la razón. La nieve estaba acumulada en los caminos. No importaba. Alguien se ocuparía de irlos abriendo.
                El estado en que se encontraba […]. ¿Qué tenía eso que ver? […].
                Era conveniente aguardar la llegada del rey Fernando. ¿Para qué? Estaría en Aragón, o en Milán o en Nápoles, haciendo políticas […].
                Juana no quería escuchar a nadie. No quería firmar nada. Su única tarea en el mundo sería rezar por él y custodiar su cuerpo sin vida. Y así fue.
                Sobre el hielo, contra el viento, bajo las nubes de plomo del invierno, leguas y leguas, Castilla adelante.
                Hombres con antorchas, soldados con armaduras, monjes con responsos […] obispos, nobles, monteros de Espinosa […]. Y, detrás, ella, en una silla de manos.
                Hacía de noche las jornadas, porque una mujer honesta, después de perder a su marido, que es un sol, no debe ver nunca la luz del día. Al clarecer, se detenían en los templos, en las ermitas, en los monasterios que encontraban a su paso. A ninguna mujer le estaba permitido acercarse.
                Y, en cada descanso, mandaba abrir la caja para volver a besar.
                Un amanecer, al fin de una etapa, depositaron los restos mortales de Felipe en una iglesia, cerca de Torquemada. Juana escuchó, sorprendida, un responso cantado por voces femeniles. Estaban en un convento de monjas dominicas.
                A gritos hizo sacar de allí el féretro. ¡Al campo! No quería velar a Felipe en un lugar donde hubiese mujeres. No quería que, cuando se despertase, encontrara otras faldas que las de ella.
                En Torquemada hubieron de hacer alto para que Juana diese a luz a la última de sus criaturas, Catalina.
                Don Fernando quiso encontrarse con su hija en Tórtoles. Trataron y, al final, el de Aragón había conseguido cuanto se propuso. La reina había delegado en él el gobierno de Castilla.
                Poco después la encerraba en la fortaleza de Tordesillas, con el pretexto de que allí estaría a salvo de ser capturada por sus enemigos. En aquel gélido torreón, desde cuyos agujeros la miraban de noche los búhos, podía ver por una ventana que daba a la iglesia del contiguo Convento de Santa Clara, el ataúd de su esposo. Allí pasó días, meses, años […]. Olvidada, o buscada a veces, lo que era mucho peor. Venían a verla unos y otros, para sacar algo de ella. Para ayudarla, nadie. Ni para compadecerla siquiera».

              LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana de Castilla», Historia y Vida, n.º 150, pp. 16-18.


Juana la Loca ante el féretro de su marido, Felipe el Hermoso (escena hacia 1506-1507). Pintura del siglo XIX, de Francisco Pradilla, en el Museo del Prado.


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