LA IGLESIA CATÓLICA Y EL NAZISMO
1. ¿Hitler católico?
2. El ascenso del nazismo.
Conflicto entre la Iglesia católica y el III Reich.
3. La Iglesia ante el Holocausto.
4. El origen de una leyenda
negra.
Desde
la década de 1960, se ha ido extendiendo una infundada teoría que pretende
relacionar a la Iglesia católica con el nazismo. Según esto, la Iglesia sería
culpable por su connivencia con el régimen nazi, o, en el mejor de los casos,
por haberlo tolerado como un mal menor. Para los que así opinan, el Vaticano se
cruzó de brazos y guardó silencio ante el exterminio de los judíos. En esta
controversia, el papa Pío XII ha sido, seguramente, la figura más atacada.
Intentaremos
en este artículo aclarar la cuestión a la luz de los hechos históricos y de sus
fuentes.
1. ¿Hitler católico?
El
primer error ‒en realidad, una verdad a medias‒ es afirmar, sin más, que Adolf
Hitler era un católico, hijo de la católica Austria. Como si el mero hecho de
estar bautizado y nacer en un territorio fueran suficientes elementos para
garantizar vivir el resto de la vida conforme a un credo religioso, por lo
demás, exigente. A poco que se conozca su biografía, resulta demasiado
evidente que quien habría de convertirse en führer
de Alemania abandonó muy pronto la fe recibida de sus mayores.
Desde
la adolescencia, Hitler se fue convirtiendo en un ateo práctico que llegó a
elaborar una ideología radicalmente anticristiana, entre cuyas raíces se
encontraban Nietzsche, el darwinismo o las fantasías ocultistas. Hitler
consideraba el cristianismo como una lacra histórica y un invento de los
judíos, despreciando particularmente los principios evangélicos de la igualdad
y la compasión. Al respecto, sabía manifestarse de manera inequívoca: «El cristianismo es una rebelión contra la
ley natural, una protesta contra la naturaleza. Llevado a su lógica extrema, el
cristianismo supondría el cultivo
sistemático del fracaso humano» [1]. En ocasiones, incluso podía
llegar a emplear comentarios insultantes: «¡La
mera visión de uno de esos abortos en sotana [los sacerdotes] me pone frenético!»
[2]. Su rechazo visceral hacia la Iglesia y los valores que ésta representaba
se manifestó en diferentes medidas durante los años en que dirigió Alemania.
En los juicios
de Núremberg se descubrió que los planes del dictador alemán para después de su
victoria en la guerra incluían el aniquilamiento de la Iglesia católica y de
las demás confesiones cristianas.
2. El ascenso del nazismo. Conflicto entre la Iglesia católica y el III
Reich
Alemania
fue el Estado europeo más afectado por la crisis de 1929, alcanzándose pronto
la cifra de seis millones de parados. En estas circunstancias crecieron los
extremismos políticos (nazismo y comunismo) y la democracia quedó tocada de
muerte. El partido de Adolf Hitler, que en los años veinte había sido un pequeño
grupo con escasa representación en el Reichstag, tuvo un ascenso fulgurante en
las distintas convocatorias electorales que se sucedieron entre 1930 y 1933.
En
aquellos llamamientos a las urnas los obispos alemanes advirtieron a los
católicos ‒aproximadamente, una tercera parte de la población‒ que las ideas
centrales del nacionalsocialismo eran del todo incompatibles con la fe de la
Iglesia. Las denuncias del episcopado germano tuvieron lugar seguidamente de la
condena del antisemitismo, realizada por la Santa Sede en 1928 [3]. La
propaganda eclesiástica, unida a la sensibilidad de los católicos, tuvo su
reflejo en las urnas, de tal modo que los nazis no consiguieron dominar en las
regiones de población mayoritariamente católica, como Baviera o Renania.
Principalmente, el triunfo de Hitler se alcanzó en las zonas de tradición
protestante, es decir en el centro, norte y este de Alemania, entre otras causas,
debido a que el proceso de secularización se encontraba mucho más avanzado
entre los protestantes alemanes [4].
En
los comicios legislativos de noviembre de 1932, donde ningún partido consiguió
la mayoría absoluta, los nazis lograron ser la fuerza más votada. Así las
cosas, el anciano mariscal Von Hindenburg, presidente del Reich (jefe del Estado
alemán), después de infructuosos intentos para formar un Gobierno que excluyera
a los nazis, nombró a Hitler canciller, el 30 de enero de 1933. Solo dos meses
más tarde, unas nuevas elecciones permitieron al Partido Nacionalsocialista
conseguir una amplia mayoría, a partir de la cual, en poco tiempo, Hitler pudo
imponer su régimen totalitario, el denominado III Reich (1933-1945).
El
23 de marzo de 1933, Hitler prometió públicamente que no atentaría contra los
derechos de los cristianos (protestantes o católicos) y que procuraría
relaciones amistosas con la Santa Sede. Como gesto de buena voluntad, la
Iglesia tomó algunas medidas, como levantar la excomunión que pesaba sobre
Hitler, si bien, se mantuvo en todo momento la condena sobre la doctrina nazi.
En este ambiente comenzaron las negociaciones que desembocaron en el
Concordato, firmado en julio de 1933.
Contrariamente
a lo que se ha dicho en algunas ocasiones, la Iglesia no firmó el Concordato
con ánimo de respaldar a la Alemania de Hitler. Dada la naturaleza del nuevo
régimen, con la consiguiente situación de peligro para los católicos alemanes,
la intención del Vaticano fue, ante todo, salvaguardar los derechos de sus
fieles a través de una base jurídica lo más sólida posible. En el texto del Concordato
el Reich se comprometía a respetar el libre y público ejercicio de la religión
católica y la independencia de la Iglesia en sus asuntos propios. Así mismo, el
Estado alemán reconocía el derecho a una enseñanza católica. Prueba de la
corrección de este documento es que, después de la II Guerra Mundial, fue
aceptado por la República Federal de Alemania.
Por
su entraña ideológica el nazismo tenía que entrar en conflicto con el
cristianismo. El primer choque se produjo con motivo de la promulgación, en
1933, de la ley de esterilización ‒aplicada contra ciegos, sordos,
esquizofrénicos, etc.‒, lo que provocó varias protestas entre las que destacó
la del arzobispo de Münster, Von Galen. Fue también dicho prelado quien más se
enfrentó, a través de sus escritos, con Alfred Rosenberg, principal ideólogo
del Partido Nazi, autor del Mito del
siglo XX, obra que fue incluida en el Index
(el índice de libros prohibidos por la Iglesia). Cuando, poco después, comenzó
la persecución contra los judíos, los obispos católicos ‒Von Galen, el cardenal
Von Faulhaber, arzobispo de Múnich, y Von Preysing, obispo de Berlín‒ salieron
en su defensa. Además, Hitler incumplió sistemáticamente el Concordato. Entre
1933 y 1936, el Vaticano dirigió más de treinta notas oficiales a Berlín denunciando
los abusos de la ideología nacionalsocialista.
En
1937, el papa Pío XI publicaba la encíclica Mit
brennender sorge (Con viva
preocupación), que suponía una solemne y radical condena del
nacionalsocialismo. Entre otras cuestiones, en aquel documento el papa
declaraba, en clara alusión al régimen nazi, que obraba en contra de la fe
católica «quien,
siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone
en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal. Igualmente,
el pontífice proclamaba que quien tome la
raza o el pueblo o el Estado […] o los representantes del poder […] y los
divinice con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto
por Dios». La encíclica, impresa y distribuida secretamente en Alemania,
fue leída el domingo 21 de marzo de 1937, en los 11.500 templos católicos del Reich
alemán, provocando la airada protesta de las autoridades nacionalsocialistas. Mit brennender sorge fue muy aplaudida
dentro y fuera de Alemania por católicos y protestantes, y, en general, por
casi todos los que, oponiéndose a Hitler, valoraban la denuncia que el
documento hacía del racismo y del totalitarismo nazi.
Cuando
en mayo de 1938 el führer visitó
Roma, el papa abandonó la ciudad y ordenó el cierre de los museos vaticanos. En
1939 moría Pío XI y le sucedía su secretario de Estado, Eugenio Pacelli, con el
nombre de Pío XII (1939-1958). Pacelli, que había atacado la ideología
nacionalsocialista en numerosos discursos públicos, durante su etapa de nuncio
en Alemania (1917-1929), había llegado a describir a Hitler, en 1935, como «un falso profeta seguidor de Lucifer» [5].
Asimismo, Pacelli, que como cardenal colaboró en la redacción de la Mit brennender sorge, ahora, convertido
en papa, publicaba otra encíclica, Summi
Pontificatus (1939), en la que nuevamente se condenaba el nazismo.
El
1 de septiembre de 1939 estalla la II Guerra Mundial. La Iglesia habría de sufrir
en aquellos años de contienda la culminación del duro período comenzado en
1933. A lo largo del III Reich la inmensa mayoría de las publicaciones
católicas fueron suprimidas ‒de 453, en 1943 sólo quedaban siete‒ [6], se
cerraron las escuelas católicas y numerosos edificios religiosos, como
seminarios, conventos o monasterios, fueron confiscados.
Entre
1933 y 1945, más de ocho mil sacerdotes alemanes tuvieron conflictos con el
régimen nazi por distintas causas: pertenencia a asociaciones católicas
prohibidas, prestación de ayuda a judíos, críticas al régimen desde los
púlpitos, etc. «Pasó del 35 % el número
de clérigos seculares de Alemania que se vieron afectados por medidas de
inmediata ejecución de la Gestapo. Y sumando a Alemania los países europeos
ocupados, un total de cuatro mil sacerdotes y religiosos entregaron la vida, de
los cuales más de cuatrocientas personas eran monjas» [7]. En el campo de
concentración de Dachau ‒auténtico cementerio de curas‒ fueron recluidos cerca
tres mil miembros del clero católico, de ellos una buena parte procedían de
Polonia la nación donde la Iglesia sufrió más la persecución.
Entre
los muchos mártires originados por el nazismo, podemos señalar cinco
representantes de aquella época de prueba para la Iglesia:
Edith Stein (beatificada en 1987 y canonizada en 1998), religiosa
carmelita de origen judío, muerta en las cámaras de gas de Auschwitz (1942).
Maximiliano Kolbe (beatificado en 1971 y canonizado en 1982),
franciscano polaco que murió en Auschwitz (1941) al cambiar su vida por la de
un padre de familia.
Bernhard Lichtenberg (beatificado en 1996), sacerdote en Berlín, famoso
a causa de sus oraciones en público por los judíos. Protestó contra el
asesinato de discapacitados (campaña de eutanasia). Fue enviado al campo de
concentración de Berlín-Wuhlheide y, posteriormente, trasladado a Dachau,
muriendo de camino en un vagón de ganado.
Rupert Mayer (beatificado en 1987), jesuita alemán, uno de los primeros
en advertir el anticristianismo del movimiento hitleriano, ya en 1923.
Perseguido por la Gestapo, sufrió el internamiento en el campo de concentración
de Sachsenhausen.
Kart Leisner (beatificado en 1996), seminarista alemán, enviado al
campo de concentración de Dachau (1940), donde, clandestinamente, fue ordenado
sacerdote de manos de un obispo francés, también prisionero, y donde celebró su
única misa.
3. La Iglesia ante el Holocausto
Sería
tremendamente injusto olvidar los heroicos esfuerzos que la Iglesia realizó
durante los años de la II Guerra Mundial a favor del pueblo judío, librando a
miles de vidas de una muerte, a menudo ejecutada con despiadada crueldad.
En
su mensaje radiofónico navideño de 1942, Pío XII, con la voz quebrada por la
emoción, deploraba la situación de «centenares
de miles de personas, que, sin culpa alguna, a veces sólo por razones de
nacionalidad o raza, están destinadas a la muerte o a un progresivo deterioro».
Fue el mismo Pío XII quien, por entonces, impartió órdenes para que se diera
refugio y alimento a los hebreos, en parroquias, conventos y monasterios,
empezando por el Vaticano y la residencia veraniega de Castel Gandolfo. Según
el historiador judío Joseph Lichten, en septiembre de 1943, el pontífice llegó
a ofrecer bienes del Vaticano como rescate de hebreos apresados por los nazis.
No es extraño, por tanto, que los judíos en Italia consiguieran una tasa de
supervivencia mucho más elevada que en otros países ocupados por los ejércitos
alemanes.
Fuera
de Italia, la Iglesia trabajó para salvar al pueblo de Israel a través de sus
representaciones diplomáticas ‒las nunciaturas‒ y con numerosas iniciativas que
partían de diferentes obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Esta tarea de
rescate fue menos difícil en los países aliados de Alemania.
En
Hungría, la Santa Sede presionó todo lo que pudo al regente, el almirante
Horty, para que suspendiese la deportación de hebreos que le requería Hitler.
En
la Francia de Vichy (régimen colaboracionista con Alemania) destacó el ejemplo
del arzobispo de Toulouse, Jules Gérard Saliège, quien asistió a los hebreos
internados en los campos del sudoeste galo y llegó a formar, con la ayuda de un
judío de la Resistencia, una red judía clandestina para dar refugio a niños.
Para condenar las detenciones y deportaciones de judíos, monseñor Saliège
publicó y ordenó leer en las iglesias una valiente carta pastoral, el 23 de
agosto de 1942: «Estaba reservado a
nuestro tiempo contemplar el triste espectáculo de hombres, mujeres, niños,
padres y madres tratados como un vil rebaño, separados los unos de los otros y
embarcados hacia un destino desconocido. […] Los judíos son hombres, las judías
son mujeres. No está permitido todo contra ellos, […] son tan hermanos nuestros
como los demás. Un cristiano no puede olvidarlo». El texto tuvo una enorme
divulgación en toda Francia y ayudó a concienciar a muchos franceses hasta
entonces apáticos frente a la persecución de la que eran víctimas los judíos.
En la misma línea de monseñor Saliège, el obispo de Montauban, Pierre Marie Théas,
publicó otra carta condenando la persecución contra los judíos: «Proclamo que todos los hombres, arios o no,
son hermanos, […]. Y que las actuales medidas antisemitas son un desprecio de
la dignidad humana, una violación de los derechos más sagrados de la persona y
de la familia». Memorable fue el ejemplo del obispo de Niza, Paul Rémond,
que instaló en su residencia episcopal una red clandestina para salvar niños.
Son
varios los historiadores serios que estiman en cientos de miles los judíos
salvados en la Europa ocupada gracias a la Iglesia católica, entre ellos el hebreo
Pinchas Lapide, quien calcula el número entre setecientos mil y ochocientos
cincuenta mil [8].
Pese
a todo, desde hace tiempo se viene divulgando la idea de que el Vaticano fue,
cuando menos, tibio en su denuncia del Holocausto. Al respecto, es preciso
aclarar que Pío XII meditó mucho sobre la posibilidad de publicar una
declaración donde, abiertamente, se denunciara la tragedia que estaba viviendo
el pueblo de Israel. Si, finalmente, el papa descartó esta opción, ello debe
relacionarse con la dura experiencia a la hora de enfrentarse al problema. En
Holanda (1942), cuando los obispos católicos alzaron con fuerza su voz
condenando las deportaciones de judíos, el mando alemán respondió redoblando
las redadas ‒al terminar la guerra la comunidad judía holandesa resultó ser de
las más castigadas‒ y enviando a los campos de concentración a los católicos de
origen hebreo. Pío XII comprendió que una solemne denuncia podía acarrear
represalias contra los católicos, provocar nuevas crueldades contra los judíos
y comprometer los esfuerzos que se estaban llevando a cabo para salvar el mayor
número posible de vidas. En consecuencia, el papa eligió una estrategia más
discreta pero mucho más eficaz, que fue totalmente apoyada por las
organizaciones humanitarias judías. A las mismas conclusiones llegaron la Cruz
Roja o los gobiernos de Gran Bretaña y Estados Unidos, renunciando a
declaraciones que provocaran males mayores.
Al
término de la guerra, finalizado el Holocausto, fueron numerosos e importantes
los gestos y palabras de gratitud hacia la Iglesia católica por su ayuda al
pueblo de Israel. Así, en 1945, Pío XII recibió el agradecimiento público del
gran rabino de Jerusalén, Isaac Herzog, quien bendijo al papa «por sus esfuerzos para salvar vidas judías
durante la ocupación nazi de Italia», y del Congreso Judío Mundial, cuyo
secretario general, Kubowitzki, visitó el Vaticano. Por su parte, el gran
rabino de Roma, Israel Zolli, movido por la actitud del pontífice durante la
guerra, se convirtió al catolicismo, tomando como nuevo nombre en el bautismo
el de Eugenio, en honor a Pío XII (Eugenio Pacelli). Además, a la muerte del
papa (1958), Golda Meir, ministra de Exteriores de Israel, manifestó
públicamente su sentido pesar por aquella pérdida y envió un elocuente mensaje:
«Cuando el terrible martirio se abatió sobre
nuestro pueblo, la voz del papa se elevó en favor de las víctimas». Otro
judío mundialmente conocido, Albert Einstein, impresionado por la labor de la
Iglesia católica en Alemania ‒Einstein era alemán‒ escribió en The Tablet de Londres: «Sólo la Iglesia se pronunció claramente
contra la campaña hitleriana que suprimía la libertad. Hasta entonces, la
Iglesia nunca había llamado mi atención, pero hoy expreso mi admiración y mi
profundo aprecio por esta Iglesia que, sola, tuvo el valor de luchar por las
libertades morales y espirituales».
4. El origen de una leyenda negra
Sin
embargo, este ambiente de reconocimiento generalizado cambió en los años 60 del
siglo XX, divulgándose, desde entonces y hasta hoy, una auténtica leyenda negra
sobre las relaciones de la Iglesia con el nazismo.
En
el 2007, un antiguo y destacado agente de la Europa del Este, Mihai Pacepa,
desveló en la revista National Review
Online su participación en una campaña, aprobada por el dirigente soviético
Nikita Kruschev en 1960, para destruir la autoridad moral del Vaticano. Según
este testimonio, el principal objetivo de aquel complot era presentar a Pío XII
ante la opinión pública como un antisemita simpatizante de Hitler. Pacepa
aseguró que, en la consecución de este fin, uno de los medios empleados por la
KGB fue la promoción de la obra de teatro El
vicario, escrita por Rolf Hochhuth y estrenada en Alemania en 1963.
Podemos
creer o no al mencionado exagente comunista. En cualquier caso, es innegable el
significado de este drama escénico, en el que el papa Pacelli es presentado
como un hombre frío que mantuvo silencio sobre el Holocausto judío, actitud
tildada de criminal complicidad.
Un año más
tarde, El vicario fue llevado a los
escenarios de Nueva York. Posteriormente, se tradujo a veinte idiomas,
llegándose a convertir, con el paso del tiempo, en referencia obligada para un
aluvión de artículos y libros, en los que se ha ido desarrollando y engordando
la leyenda negra sobre Pío XII. Uno de los más destacados capítulos de este
culebrón fue la versión cinematográfica del drama de Hochhuth, titulada Amén (2002), película dirigida por Costa
Gavras, cineasta griego de conocida filiación comunista.
Luis Somarriba
NOTAS:
[1]
Las conversaciones privadas de Hitler, introducción
de Hugh Trevor-Roper, Barcelona, 2004, p.
75.
[2]
Ibid., p. 299.
[3]
El 25 de marzo de 1928, el Vaticano, a través del Santo Oficio, condenaba el
antisemitismo: «La Sede Apostólica condena de la manera más decidida el odio
contra el pueblo, un tiempo elegido por Dios, un odio que hoy se acostumbra a
llamar con el nombre de antisemitismo», AAS XX/1928, pp. 103-104.
[4]
GRAF HUYN, Hans, Seréis como dioses.
Vicios del pensamiento político y cultural del hombre de hoy. EIUNSA, Barcelona, 1991, pp. 206-208.
[5]
Carta enviada al cardenal Karl Joseph Schulte, arzobispo de Colonia.
[6]
GRAF HUYN, Hans, opus cit., p. 204.
[7]
Ibid., pp. 204, 205.
[8]
PINCHAS LAPIDE, Emilio, Three Popes and
the Jews. Souvenir Press, Londres, 1967, p. 167.
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