MUERTE DE LUIS XVI EN LA GUILLOTINA (1793)
«Hele aquí saliendo del Temple.
Ni temor ni turbación en su mirada. Frente a la muerte, su sencillez tranquila
se hace grandeza […]. Acompañado de dos gendarmes, el Rey y su confesor suben
en la carroza y el cortejo fúnebre se pone en marcha. En verdad, ¡es un
formidable cortejo! […]. Tropas a pie, a caballo, tambores cuyos redobles están
destinados a ahogar todos los ruidos inoportunos; todo aquel aparato guerrero
precede, sigue, rodea a la carroza que avanza lentamente, entre dos filas de
hombres armados de fusiles o lanzas, reforzados en algunos puntos por
destacamentos más importantes, y continúa la marcha en medio de un París
siniestro, casas mudas, persianas cerradas, paralizado por el orden terrible de
un silencio absoluto. ¿Puede imaginarse semejante cosa: París callado? El Rey
no alza los ojos de su breviario. De tiempo en tiempo su voz se une a la del
abate Edgeworth para recitar los Salmos que éste ha escogido, y los gendarmes
parecen sorprendidos y emocionados por tan piadosa tranquilidad […]. He aquí el
lugar del suplicio. Los caballos se paran. El Rey dice, volviéndose hacia el
abate Edgeworth: Ya estamos, si no me
equivoco. Este último no le contesta sino con una dolorosa mirada. El Rey
le entrega su breviario y se apea del coche. Considera a la multitud armada que
le rodea; más lejos el gentío silencioso, aquel pueblo, «su» pueblo, al que ha
amado tan sinceramente, al que ama aún como rey, como hombre, como cristiano […].
Luis XVI rechaza con fuerza a los verdugos que quieren quitarle el traje, y
procede él mismo, pausadamente, a su último tocado. Ya está preparado; sus
cabellos están sueltos; la camisa descubre los hombros y el cuello. Mientras se
arrodilla, su confesor le da la suprema bendición. Cree que podrá presentarse
libremente, mas los ejecutores le detienen y quieren atarle las manos. Se
indigna […]. Entonces se vuelve hacia el abate Edgeworth, como para
interrogarle. Y éste contesta: Señor, en
este último ultraje no veo sino un rasgo de semejanza entre V.M. y el Dios que
va a ser su recompensa. Resignado, dolorido, el Rey se deja atar las manos
con un pañuelo. Después su cabello cae bajo las tijeras de los verdugos y sube,
lentamente, los peldaños empinados del cadalso. Llegando a la plataforma, y sin
que se haya podido prever su movimiento, se adelanta rápidamente hasta el extremo
y animado por una fuerza extraña, que deja sobrecogidos a los que le rodean,
impone silencio a los tambores. Su voz, verdaderamente majestuosa, lleva hasta
el otro lado de la plaza estas palabras emocionantes: Muero inocente de todos los crímenes de que me acusan. Perdono a los
autores de mi muerte, y ruego a Dios que la sangre que vais a derramar no
recaiga jamás sobre Francia. Y vosotros, ¡pueblo desdichado…! […]. Los
tambores redoblan... El Rey es cogido, atado, empujado; la cuchilla cae, y la
cabeza ensangrentada, asida por el cabello por uno de los verdugos –una
criatura de dieciocho años– es mostrada a la multitud silenciosa, emocionada,
sobrecogida... Era el 21 de enero de 1793».
Historia
y Vida,
extra n.º 21, p. 52.
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