Historia de Colindres

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jueves, 26 de marzo de 2020


                    MUERTE DE LUIS XVI EN LA GUILLOTINA (1793)



               Henri Robert resumió así los testimonios de las últimas horas del rey:

               «Hele aquí saliendo del Temple. Ni temor ni turbación en su mirada. Frente a la muerte, su sencillez tranquila se hace grandeza […]. Acompañado de dos gendarmes, el Rey y su confesor suben en la carroza y el cortejo fúnebre se pone en marcha. En verdad, ¡es un formidable cortejo! […]. Tropas a pie, a caballo, tambores cuyos redobles están destinados a ahogar todos los ruidos inoportunos; todo aquel aparato guerrero precede, sigue, rodea a la carroza que avanza lentamente, entre dos filas de hombres armados de fusiles o lanzas, reforzados en algunos puntos por destacamentos más importantes, y continúa la marcha en medio de un París siniestro, casas mudas, persianas cerradas, paralizado por el orden terrible de un silencio absoluto. ¿Puede imaginarse semejante cosa: París callado? El Rey no alza los ojos de su breviario. De tiempo en tiempo su voz se une a la del abate Edgeworth para recitar los Salmos que éste ha escogido, y los gendarmes parecen sorprendidos y emocionados por tan piadosa tranquilidad […]. He aquí el lugar del suplicio. Los caballos se paran. El Rey dice, volviéndose hacia el abate Edgeworth: Ya estamos, si no me equivoco. Este último no le contesta sino con una dolorosa mirada. El Rey le entrega su breviario y se apea del coche. Considera a la multitud armada que le rodea; más lejos el gentío silencioso, aquel pueblo, «su» pueblo, al que ha amado tan sinceramente, al que ama aún como rey, como hombre, como cristiano […]. Luis XVI rechaza con fuerza a los verdugos que quieren quitarle el traje, y procede él mismo, pausadamente, a su último tocado. Ya está preparado; sus cabellos están sueltos; la camisa descubre los hombros y el cuello. Mientras se arrodilla, su confesor le da la suprema bendición. Cree que podrá presentarse libremente, mas los ejecutores le detienen y quieren atarle las manos. Se indigna […]. Entonces se vuelve hacia el abate Edgeworth, como para interrogarle. Y éste contesta: Señor, en este último ultraje no veo sino un rasgo de semejanza entre V.M. y el Dios que va a ser su recompensa. Resignado, dolorido, el Rey se deja atar las manos con un pañuelo. Después su cabello cae bajo las tijeras de los verdugos y sube, lentamente, los peldaños empinados del cadalso. Llegando a la plataforma, y sin que se haya podido prever su movimiento, se adelanta rápidamente hasta el extremo y animado por una fuerza extraña, que deja sobrecogidos a los que le rodean, impone silencio a los tambores. Su voz, verdaderamente majestuosa, lleva hasta el otro lado de la plaza estas palabras emocionantes: Muero inocente de todos los crímenes de que me acusan. Perdono a los autores de mi muerte, y ruego a Dios que la sangre que vais a derramar no recaiga jamás sobre Francia. Y vosotros, ¡pueblo desdichado…! […]. Los tambores redoblan... El Rey es cogido, atado, empujado; la cuchilla cae, y la cabeza ensangrentada, asida por el cabello por uno de los verdugos –una criatura de dieciocho años– es mostrada a la multitud silenciosa, emocionada, sobrecogida... Era el 21 de enero de 1793».
                                             
                                 Historia y Vida, extra n.º 21, p. 52.              

        


                                                                         LA REINA MARÍA ANTONIETA

La reina María Antonieta, esposa Luis XVI
de Francia (1774-1792)
           «Cuando se despierta cada mañana, ¿cuál es el primer trabajo de la reina del rococó? Nada de noticias de la ciudad y del Estado, nada de ejércitos, embajadores o guerras. Nada de estos problemas atañen a María Antonieta. Su primera ocupación es elegir los vestidos que llevará durante el día. Una doncella le trae el álbum donde está dibujado cada modelo, con un pequeño trozo de tela de su tejido. La elección no es cosa fácil, pasan horas antes de que la reina de Francia se decida: el traje de corte para la recepción, el déshabillé para la tarde, el traje de sociedad para la noche.
              Como dato curioso, que confirma más el carácter de María Antonieta, hay que resaltar el alto puesto y la influencia que llega a tener en la corte la modista, la incomparable madame Bertin, que salta sobre lo que ningún protocolo concede: que una vulgar burguesa logre ver a solas a la reina. Dos veces por semana, aparece con sus nuevas creaciones y se encierra con la reina en sus habitaciones privadas, en absoluto secreto; nadie puede saber lo que llevará la reina, es un secreto de Estado. Cuando se reúnen es para discutir lo que a la mañana siguiente será moda en Francia, lo más exagerado, lo más disparatado, nada detiene ya la imaginación de la reina que se obliga a ir cada día diferente, a que ninguna de sus cortesanas la sobrepase con ningún vestido, ningún peinado, y, mucho menos, con las joyas.
              Madame Bertin, que además de artista es una inmejorable mujer de negocios, abre en París una tienda con un gran rótulo, anunciando su título de proveedora de la reina, y pronto toda la corte es cliente suya […].
              Una vez elegido el vestido, lo más importante es el peinado. Otro rey en su género del rococó es quien tiene el complicado trabajo de crear sobre la cabeza real los más complicados peinados y toilettes. Cada mañana se traslada a Versalles en una carroza de seis caballos, para mostrar a la reina los más extraños aditamentos del cuero cabelludo. Armado de peines, lociones y cremas especiales, cada mañana monsieur Leonard edifica sobre la frente de la reina, y de toda dama que se precie, las más aparatosas torres de cabellos, para decorarlas después con simbólicos ornamentos.
              Esta técnica requiere en primer lugar, elevar los cabellos con gigantescas agujas y a base de pomadas sobre la frente, como si se tratara de cirios, a medio metro sobre las cejas. Una vez puestos los pelos de punta, empieza la verdadera labor de artista de monsieur Leonard. En esta materia podemos asegurar que el arte rococó se lleva la palma. Sobre las grandes torres de pelo se elevan verdaderos paisajes completos: campestres, marinos, bucólicos. Nada detiene la fértil imaginación del peluquero. Y para que los diplomáticos no la molesten por su desinterés por la política o los acontecimientos europeos, María Antonieta lanza la moda de que cada día el peinado simboliza un acontecimiento. Estrena Gluck la ópera Ifigenia y a la mañana siguiente los peinados están a la par de este acontecimiento. Todo pasa a las vacías cabezas de la corte, desde la viruela del rey, la insurrección americana y, lo que es peor, sucesos como los asaltos a las panaderías de París durante la crisis del hambre. Nada despierta a esta frívola e inconsciente sociedad, nada la conmueve si no son sus juegos y sus intrigas […].
              Constantemente llegan a María Teresa (madre de María Antonieta), en Viena, las quejas de los embajadores y de los países europeos que ven con gran escándalo las excentricidades de la corte francesa. La emperatriz austríaca escribe carta tras carta a su alocada hija, que no le hace ya el más mínimo caso: Querida hija, no puedo de dejar de tocar un punto, que con mucha frecuencia encuentro repetido en las gacetas: me refiero a tus peinados. Se dice que desde la raíz del pelo tienen treinta y seis pulgadas y que encima aún hay plumas y lazadas. […]
              Y no es sólo el vestir y los peluqueros lo que desfonda rápidamente las arcas reales, son también las joyas […]. Ya no le bastan a la inquieta joven la dote de diamantes que Viena le ha dado ni la arquilla de Luis XV con las joyas de la familia. Una reina, piensa María Antonieta, no debe usar jamás las mismas joyas, como tampoco usa los mismos vestidos en dos ocasiones […].
              Pronto María Antonieta contrae deudas por todas partes y llega incluso a vender sus antiguos diamantes por nuevos diseños.
              Vuelven las advertencias de Viena, cada vez más duras.
              María Teresa, de nuevo, incansable escribe: Todas las noticias de París coinciden en que de nuevo has comprado brazaletes por un valor de doscientas cincuenta mil libras, con lo cual has llevado al desorden tus ingresos y contraído deudas, y hasta se dice que para contribuir al pago, has vendido por un precio ínfimo tus diamantes. […]
              Llena de deudas y rodeada de acreedores, María Antonieta crea un nuevo entretenimiento, pero esta vez con la intención de poder pagar todo lo que debe […].
              Las estancias privadas de la reina en Versalles se convierten en verdaderos garitos de juego. Esta vez no es necesario tener un título para llegar a sus estancias, sino que entra todo aquel que puede acreditar que posee sumas de dinero para jugar.
              Nada detiene a esta troupe de cortesanos, ni siquiera una orden del rey, prohibiendo, bajo pena de multa, todo juego de azar. La policía no puede entrar en las estancias reales y ni siquiera el mismo rey se da cuenta de nada, ya que los sirvientes vigilan su llegada y, avisan a la reina, quien, en un momento, hace desaparecer todos los rastros de los juegos prohibidos.
              Luis XVI sigue ignorante a todas las distracciones de su esposa […].
              María Antonieta, absorbida por esta nueva pasión, pasa día tras día jugando hasta altas horas de la noche; incluso la víspera de Todos los Santos la llega a pasar jugando hasta el amanecer, y esta vez, hasta su propia corte se escandaliza.
              Y de nuevo escribe María Teresa, que recoge todos los rumores y todos los libelos que salen hablando mal de su hija. La advierte, la avisa, la amenaza... pero todo ello no logra perturbar la alegría de la reina.
              María Antonieta resume su vida y la de sus cortesanos en una frase al embajador de Viena en París: Tengo miedo de aburrirme». 
                                                         
                        MASSOT, N., María Antonieta, Edit. Brugera, Barcelona, 1975, pp. 79-90.