Historia de Colindres

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viernes, 21 de julio de 2017

GUERRA HISPANO-NORTEAMERICANA (1898). BATALLA DE SANTIAGO DE CUBA



La guerra de Cuba (1895-1898)

     En el origen de este conflicto se encuentran dos importantes cuestiones: el desarrollo de una burguesía criolla con un sentimiento patriótico cubano y las ambiciones de Estados Unidos hacia la cercana y próspera isla caribeña.
En 1878 (Paz de Zanjón) España logró acabar con una guerra independentista, iniciada diez años antes. Sin embargo, en 1895 estalló una nueva insurrección que dio paso a la segunda guerra de Cuba (1895-1898). El levantamiento estuvo encabezado por Máximo Gómez, Antonio Maceo y José Martí. El Gobierno español respondió enviando al general Valeriano Weyler e incrementando considerablemente los efectivos militares.  No obstante, el problema para España se complicó a causa de la actitud de Estados Unidos, en donde el entorno del presidente Mac Kingley era favorable a una intervención militar en Cuba. Asimismo, también la opinión pública norteamericana se inclinaba cada vez más hacia la guerra, gracias a la labor desempeñada por la prensa de las cadenas Pulitzer y Hearst, ligadas a las compañías azucareras. Estos periódicos publicaban noticias frecuentemente exageradas o falsas, sobre las «atrocidades» cometidas por los españoles.
En febrero de 1898, el crucero norteamericano Maine, anclado en el puerto de La Habana, hizo explosión. Washington atribuyó los hechos a un sabotaje español, elevándose la tensión. En este ambiente, el presidente Mac Kingley propuso comprar la isla, pero el ofrecimiento fue rechazado en Madrid. Finalmente, el Congreso de Estados Unidos envío un ultimátum, en el que se exigía que España abandonara Cuba. El Gobierno español sabía que no era posible imponerse militarmente a los norteamericanos, pero, por razones de honor, no aceptó dicho ultimátum, estallando la guerra (finales de abril).
El conflicto se decidió principalmente en el mar. La armada española fue derrotada en las batallas de Santiago de Cuba (almirante Cervera) y Cavite, en Filipinas. España tuvo que pedir la paz y firmar el Tratado de París (1898), por el cual entregaba a Estados Unidos los restos de su imperio ultramarino: Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Únicamente en el caso de Cuba, la ocupación norteamericana fue temporal, hasta la independencia en 1902.

Batalla de Santiago de Cuba (julio de 1898)



Batalla naval de Santiago de Cuba (julio de 1898). Testimonio de Mr. Evans, comandante del Iowa
         
             El 3 de julio de 1898 tuvo lugar el histórico combate naval entre las dos flotas: la española, dirigida por el almirante Cervera, y la estadounidense, al mando de Sampson.
             Aquel día, Cervera se vio obligado a dejar la bahía de Santiago, importante ciudad del oriente cubano, y enfrentarse a la armada yanqui, dos veces superior. Los norteamericanos se habían situado frente a la costa, controlando la estrecha entrada del puerto, por la cual los barcos españoles solamente pudieron salir de uno en uno, exponiéndose, también de uno en uno, al conjunto del fuego enemigo. Así las cosas, el desastre se sirvió rápido. La escuadra de Cervera quedó destruida. A excepción de un buque, hundido como consecuencia directa del combate, los restantes, gravemente dañados, fueron embarrancados por sus capitanes. Se calcula que los muertos españoles de la batalla fueron unos trescientos setenta y los heridos alrededor de ciento cincuenta. Por contra, los norteamericanos tan solo sufrieron una víctima mortal y dos heridos. Muchos de los supervivientes fueron recogidos en las naves estadounidenses.
               A continuación, recogemos el testimonio de Mr. Evans, comandante del Iowa: 
          «En el fondo de los botes había tres o cuatro pulgadas de sangre; en muchos de los viajes llegaban algunos cadáveres sumergidos en aquel rojizo e imponente líquido. Estos bravos luchadores, muertos por la querida Patria, fueron después sepultados con los honores militares, que les tributó la misma tripulación del Iowa. Ejemplos tales de heroísmo, o mejor dicho de fanatismo (sic) por la disciplina militar, jamás habían sido llevados al terreno de la práctica tal y como los llevaron a cabo los marinos españoles. Uno de estos, con el brazo izquierdo completamente arrancado de su sitio y el hueso descarnado [Sr. Fajardo], pendiente solamente de pequeños filamentos de piel, subió la escala de mi buque con serenidad estoica, y al pisar la cubierta del Iowa se cuadró y saludó militarmente. Todos nos sentimos conmovidos hasta lo sumo. Otro llegó nadando en una charca de sangre, con la pierna derecha únicamente; fue atado con un cabo en el bote e izado a bordo sin proferir ni una queja…
»Para terminar aquella faena, llegó el último bote conduciendo al comandante del Vizcaya, señor Eulate, para quien se llevó una silla porque estaba malherido. Todos sus oficiales y marineros, al verle llegar, se apresuraron a darle la bienvenida luego que se desenganchó la silla del aparejo. Eulate, poco a poco, se incorporó, me saludó con grave dignidad, desprendió su espada del cinto, llevó su guarnición a la altura de los labios, la besó reverentemente y, con los ojos llenos de lágrimas, me la entregó. Aquel hermoso acto no se borrará jamás de mi memoria. Estreché la mano de aquel valiente español, y no acepté su espada. Un sonoro y prolongado ¡hurra! salió de toda la tripulación del Iowa.
»Enseguida, varios de mis oficiales tomaron en la silla de mano al capitán Eulate, con objeto de conducirle a un camarote dispuesto para él donde el médico reconociese sus heridas. En el momento en que los oficiales se disponían a bajarle, una formidable explosión, que hizo vibrar las capas del aire a varias millas en derredor, anunció el fin del Vizcaya. Eulate volvió el rostro, y extendiendo los brazos hacia la playa, exclamó: Adiós, Vizcaya; adiós, ya..., y los sollozos ahogaron sus palabras.
»Con respecto al valor y energía, nada hay registrado en las páginas de la historia que pueda asemejarse a lo realizado por el almirante Cervera. El espectáculo que ofrecieron a mis ojos los dos torpederos, meras cáscaras de papel, marchando a todo vapor bajo la granizada de bombas enemigas y en pleno día, solo se puede definir de este modo: fue un acto español.
»El almirante Cervera fue trasladado desde el Gloucester a mi buque. Al saltar sobre cubierta, fue recibido militarmente con todos los honores debidos a su categoría por el Estado Mayor en pleno, el comandante del barco y los mismos soldados y artilleros, que con las caras ennegrecidas por la pólvora, salieron casi desnudos a saludar al valiente marino, el cual con la cabeza descubierta pisaba gravemente la cubierta del vencedor.
»La numerosa tripulación del Iowa, unida a la del Gloucester, prorrumpió unánime en un ¡hurra! ensordecedor cuando el almirante español saludó a los marineros americanos. Aunque el héroe ponía sus pies sin insignia ninguna en la cubierta del Iowa, todo el mundo reconoció que cada molécula del cuerpo de Cervera constituía por sí sola un almirante».

                                    Revista de Historia Naval, n.º 126 (2014), pp. 97-99. 


El Vizcaya