Historia de Colindres

Max Linder, estrella del cine mudo, llega a Madrid (1912)

domingo, 13 de noviembre de 2016

DOÑA JUANA I DE CASTILLA: UNA LOCURA DE AMOR

Locura de amor (I): celos de Juana la Loca hacia su marido

                «Halló a Felipe frío con ella. No tardó mucho en conocer el motivo de aquel desvío. La engañaba con una dama de la Corte que tenía una hermosa cabellera rubia, que era su orgullo y, al parecer, el encanto de Felipe.
                Juana esperó, con la cautela de los lunáticos. Y la ocasión no tardó en llegar. Guardó unas tijeras en la escarcela que colgaba de su ceñidor y buscó a su rival. La sorprendió leyendo una carta, que guardó, turbada, apresuradamente, en el secreto de su escote.
                No esperó Juana a las disculpas de la dama, ni a que ésta se defendiera. Se entabló entre ellas un impropio forcejeo. Juana le arrebató la carta del recaudo del pecho. La dama recobró el papel y se lo llevó a la boca. Lo rasgó con los dientes, lo masticó y acabó por tragárselo, sin que Juana lo pudiese impedir.
                La bella, en su lucha, perdió la toca, dejando caer sus doradas trenzas. Juana tiró de ellas y las segó con las prevenidas tijeras, que le sirvieron, también, como remate, para hacer unas marcas en el rostro de su enemiga.
                Hubo que separarlas, mientras Juana gritaba que cortasen el pelo de la dama hasta la misma piel. ¡El oro de su cabellera! ¿No era así como él la llamaba?
                Cuando acudió Felipe, ella le tiró las trenzas de su amada a la cara y huyó a su dormitorio. Felipe la siguió y, al darle alcance, en su misma alcoba, la golpeó hasta hacerle caer al suelo, junto a la cama, mientras ella gritaba desesperadamente.
                La dejó allí, caída, y pasó a su habitación, inmediata a la de ella, corriendo el cerrojo de la puerta. Juana trató de abrir, vencida, suplicando perdón.
                Sin recibir respuesta, golpeó, lloró convulsa. Al cabo de un largo tiempo de ruegos y promesas, arrodillada, apoyó la cabeza en la puerta, callada, al fin. Con los ojos extrañamente abiertos.
                Así solía castigarla él, cerrándole el paso a su alcoba […]. Y ella se quedaba horas y horas, en el suelo, a la puerta de su única felicidad, negándose a tomar alimento, negándose a acostarse sola, negándose a ver a sus hijos. Negándose a todo, a todo lo que no fuese su amor».

                             LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana de Castilla», Historia y Vida, n.º 150,
                             Barcelona, septiembre 1980, pp. 12-13.                               


Locura de amor (II): muerte de Felipe el Hermoso

                «Una tarde Felipe el Hermoso jugó un partido de pelota con un capitán vizcaíno de su escolta.
                Bañado en el sudor del ejercicio, bebió una jarra de agua fría. Aquella noche cayó con una fiebre maligna. Todo el cuerpo se le llenó de manchas negras. Los médicos prometieron curarle con sus remedios usuales: purgas y sangrías. Agonizó durante seis días. Juana le cuidó sin descanso, llena de entereza, a pesar de estar, otra vez, próxima a dar a luz. Probaba todas las medicinas antes de administrárselas al enfermo, por miedo a que tratasen de envenenarle.
                A su muerte gritó como una leona. Estuvo horas y horas abrazada a él, besándole desesperadamente. Hasta que, a viva fuerza, la separaron de lo único que amaba en este mundo.
                Lo demás, después, y siempre, iba a ser soledad. Muchas horas sin dormir, sin hablar, sin comer, sin cambiarse de ropa. Sin llorar. Sin pulso -como alguien dijo-, para otra cosa que no fuese su perdido bien. Cuando ya no lo tenía, tornaba a quererle más. Y al decirle que ya estaba embalsamado, al uso flamenco, y expuesto en la Cartuja de Miraflores, lo dejó allí depositado y cada dos o tres días iba a verle. Estaba hermoso como nunca y parecía vivo.
                Hasta que una epidemia que se declaró aquel invierno en Burgos la decidió, a pesar de lo avanzado de su preñez, a ordenar el viaje a Granada, para dar allí eterna sepultura a su esposo amado, hasta más allá de la razón. La nieve estaba acumulada en los caminos. No importaba. Alguien se ocuparía de irlos abriendo.
                El estado en que se encontraba […]. ¿Qué tenía eso que ver? […].
                Era conveniente aguardar la llegada del rey Fernando. ¿Para qué? Estaría en Aragón, o en Milán o en Nápoles, haciendo políticas […].
                Juana no quería escuchar a nadie. No quería firmar nada. Su única tarea en el mundo sería rezar por él y custodiar su cuerpo sin vida. Y así fue.
                Sobre el hielo, contra el viento, bajo las nubes de plomo del invierno, leguas y leguas, Castilla adelante.
                Hombres con antorchas, soldados con armaduras, monjes con responsos […] obispos, nobles, monteros de Espinosa […]. Y, detrás, ella, en una silla de manos.
                Hacía de noche las jornadas, porque una mujer honesta, después de perder a su marido, que es un sol, no debe ver nunca la luz del día. Al clarecer, se detenían en los templos, en las ermitas, en los monasterios que encontraban a su paso. A ninguna mujer le estaba permitido acercarse.
                Y, en cada descanso, mandaba abrir la caja para volver a besar.
                Un amanecer, al fin de una etapa, depositaron los restos mortales de Felipe en una iglesia, cerca de Torquemada. Juana escuchó, sorprendida, un responso cantado por voces femeniles. Estaban en un convento de monjas dominicas.
                A gritos hizo sacar de allí el féretro. ¡Al campo! No quería velar a Felipe en un lugar donde hubiese mujeres. No quería que, cuando se despertase, encontrara otras faldas que las de ella.
                En Torquemada hubieron de hacer alto para que Juana diese a luz a la última de sus criaturas, Catalina.
                Don Fernando quiso encontrarse con su hija en Tórtoles. Trataron y, al final, el de Aragón había conseguido cuanto se propuso. La reina había delegado en él el gobierno de Castilla.
                Poco después la encerraba en la fortaleza de Tordesillas, con el pretexto de que allí estaría a salvo de ser capturada por sus enemigos. En aquel gélido torreón, desde cuyos agujeros la miraban de noche los búhos, podía ver por una ventana que daba a la iglesia del contiguo Convento de Santa Clara, el ataúd de su esposo. Allí pasó días, meses, años […]. Olvidada, o buscada a veces, lo que era mucho peor. Venían a verla unos y otros, para sacar algo de ella. Para ayudarla, nadie. Ni para compadecerla siquiera».

              LÓPEZ RUBIO, José Luis, «Juana de Castilla», Historia y Vida, n.º 150, pp. 16-18.


Juana la Loca ante el féretro de su marido, Felipe el Hermoso (escena hacia 1506-1507). Pintura del siglo XIX, de Francisco Pradilla, en el Museo del Prado.


domingo, 25 de septiembre de 2016

LA INQUISICIÓN


Orígenes y desarrollo de la Inquisición

Antes de enjuiciar cualquier hecho histórico es preciso conocer bien la época en que aconteció y, sobre todo, intentar comprender la mentalidad de la sociedad en la que tuvo lugar –comprensión no incompatible con el rechazo de ciertos comportamientos–, teniendo en cuenta que aquellos valores sociales pueden ser, en parte o totalmente, distintos de los de nuestro tiempo.
           
Si esta actitud debiera estar siempre presente a la hora de estudiar la historia, lo es más cuando se trata de la Inquisición, pues nos referimos a una de las instituciones del pasado que más han dado que hablar, y sobre la cual han escrito mayor número de folios los novelistas y los guionistas de cine y televisión que los propios historiadores. Estamos ante una cuestión, en la que la imaginación apasionada y la necesidad de morbo, generación tras generación, han ido deformando la verdad, creando un mito y dejando de lado el buen hacer de los expertos e investigadores de la historia.

La Inquisición, que nació en la Edad Media, responde plenamente a la mentalidad de la Europa de aquellos siglos. El hombre del Medievo, cualquiera que fuese el estamento social al que perteneciera, poseía unas profundas creencias cristianas, si bien éstas no siempre se veían aplicadas en su actuar diario. La sociedad medieval compartía una misma fe religiosa, razón por la cual a Europa se la llegó a denominar la Cristiandad. Todos los aspectos de la civilización, desde el arte hasta la economía y la política, pasando por la vida cotidiana, estaban inspirados o relacionados con la fe transmitida por la Iglesia. Para los hombres y mujeres de la Edad Media la religión tenía más valor que para muchos ciudadanos de hoy la libertad, la democracia y los derechos humanos. Un mundo así no podía entender o tolerar que ciertos individuos aislados mantuvieran ideas contrarias a los dogmas de esa fe. Las personas que inventaban o transmitían tales ideas eran los llamados herejes. No entraban en esta categoría los judíos, pues se trataba de miembros de otra religión. El hereje era siempre un bautizado. La herejía dañaba las mismas raíces de la sociedad medieval y podía ser fuente de desórdenes y violencias. Ante esta amenaza, las principales autoridades sintieron la necesidad de combatirla. Con todo, no será la Iglesia sino el poder político quien primero y con mayor dureza reprima la herejía.

Durante buena parte de la Edad Media no hubo en Europa herejías destacadas. Sin embargo, entre los siglos XII y XIII crecieron dos importantes movimientos heréticos, el de los cataros y el de los valdenses, que se extendieron por el sur de Francia y el norte de Italia. Fue en este contexto cuando se gestó y nació la Inquisición. El primer tribunal inquisitorial se estableció en Sicilia en 1220, a petición del emperador alemán Federico II. En sus comienzos, por lo tanto, la Inquisición fue de creación real. En ella el delito de herejía se castigó con la muerte en la hoguera.

Por su parte, los papas procuraron moderar la actuación de los monarcas. Así, para evitar abusos, el pontífice Gregorio IX (1227-1241) señaló que el obispo del lugar organizara un tribunal, formado por expertos, teólogos de las órdenes mendicantes, que inquiriera (del latín inquiro, de donde procede el nombre de inquisición), es decir, que investigara o averiguara si existía delito de herejía.       

Paulatinamente, la Iglesia fue introduciendo en la Inquisición normas que favorecían a los acusados, estableciéndose un procedimiento legal con ciertas garantías. Es verdad que se cometieron excesos, pero, con todo, su actuación fue modélica si la comparamos con los brutales ejercicios de la justicia civil en aquellos siglos.

En la España medieval (Corona de Aragón) se formaron algunos tribunales inquisitoriales a partir de 1242. No obstante, dicha Inquisición es distinta de la que se llegará a fundar posteriormente, en el siglo XV,  por los Reyes Católicos.

Isabel de Castilla y Fernando de Aragón instituyeron la nueva Inquisición en 1480, con la misión de detectar a los falsos cristianos: judíos oficialmente convertidos, pero que practicaban ocultamente el judaísmo. Cuando, décadas más tarde, a partir de 1521, las herejías protestantes se extiendan por Europa, la Inquisición se encargará de extirpar de raíz cualquier brote que de las mismas se produzca en los dominios de la Monarquía hispánica. Aunque en menor medida, otros delitos juzgados por la Inquisición fueron la brujería, la blasfemia o la bigamia. En Castilla, entre 1540 y 1700, los casos por brujería supusieron el 5,1 % del total de procesos. En sus 350 años de historia, la Inquisición española, con tribunales en la Península y las posesiones europeas y americanas, aplicó la pena de muerte a unos 3000 reos, de un máximo de 200.000 procesados. Durante la mayor parte de este tiempo, el Tribunal, conocido como Santo Oficio, fue temido, pero a la vez  respetado y valorado, contando con la aceptación de todos los grupos sociales, de modo similar –salvando las diferencias– a como en nuestros días podemos defender la existencia de la policía y demás cuerpos de seguridad del Estado. La Inquisición española fue suprimida entre 1813 y 1834, si bien, ya a lo largo del último siglo de vida, su poder, influencia y actividades se habían reducido notablemente.

Este tribunal perdurará durante toda la Edad Moderna (siglos XV-XVIII) en diversos países católicos; aunque es preciso recordar, que, en este tiempo, en los Estados donde se implantó el protestantismo, el poder político vigiló y actuó reprimiendo cualquier rebrote del catolicismo. Así pues, además de los católicos, los Estados protestantes también persiguieron ideas o conductas religiosas consideradas nocivas. Sólo en la ciudad de Ginebra, en los diez años en que gobernó Calvino, quinientas personas fueron condenadas a muerte a consecuencia de la intolerancia religiosa, entre ellas el español Miguel Servet, descubridor de la circulación pulmonar de la sangre; y en el conjunto de los países protestantes se calcula que fueron quemadas más de 25.000 brujas.
           
      Luis Somarriba
           
           Bibliografía:   
                  - KAMEN, Henry, La Inquisición española, una revisión histórica
                    Editorial Crítica, 1999.
                  - COMELLA, Beatriz, La Inquisición española,
                    Editorial Rialp, Madrid, 2004.                                                 
            
                                                                                                    
Procedimiento legal de la Inquisición española

«Cuando el propio tribunal advertía una situación sospechosa […] empezaba su actuación con la promulgación de un Edicto de Gracia, que concedía un plazo de 30-40 días a todos los que quisieran presentarse voluntariamente para confesar sus faltas y errores. La confesión significaba la mayoría de las veces el perdón y sólo castigos menores, aunque implicaba la condición de que el penitente diera a conocer los nombres de sus cómplices. Ambos edictos daban pie a serios abusos, en especial el de Fe, pues, al imponer la denuncia, obligaba a los fieles a cooperar en la tarea de la Inquisición y hacía de todos sus agentes o su espía, constituyendo además una tentación irresistible para los ajustes de cuentas privados. […]

Si se aceptaban las acusaciones, el acusado ingresaba en las cárceles secretas de la Inquisición; generalmente era bien tratado, aunque absolutamente incomunicado del mundo exterior […] el acusado no podía conocer la identidad de sus acusadores ni la de los testigos. […] Sólo tenía un recurso: redactar una lista de sus enemigos y si entre éstos había alguno de los acusadores, no se tomaban en cuenta sus declaraciones. […] Se concedía al acusado un abogado de nombramiento oficial, aunque el enjuiciado podía recusarlo y pedir otro. También se le daba un consejero, con la función de convencer al acusado de que debía hacer una confesión sincera. […] La Inquisición tenía, como otros tribunales de su tiempo, el recurso a la tortura con el fin de obtener pruebas y la propia confesión. No podía llegar al derramamiento de sangre ni nada semejante que causara lesión permanente; pero todavía quedaba sitio para tres dolorosos sistemas de tortura […] no exclusivos de la Inquisición: el potro, las argollas colgantes y el tormento del agua. Aunque su empleo no era frecuente e iba acompañado de vigilancia médica, resultaban horriblemente inadecuados en materias de conciencia.

Una vez reunidas las pruebas y […] obtenido el dictamen de los teólogos calificados […], se llegaba a la sentencia. Si el acusado confesaba su culpa durante el juicio pero antes de la sentencia y se aceptaba su confesión, se le absolvía y se iba con un castigo ligero. En otro caso, la sentencia era absolutoria o condenatoria. Una resolución de culpabilidad no significaba necesariamente la muerte. Ante todo dependía de la gravedad de la culpa; la pena […] podía incluir un castigo, una multa o el azote, por culpas menores; las temidas galeras o la arruinadora confiscación de bienes, por las culpas más graves. […] Proporcionalmente al número de casos, la pena de muerte fue rara. En cambio, un hereje arrepentido que cae de nuevo nunca escapa a la pena capital. Los que persistían en la herejía […] eran quemados vivos. Los que abjuraban a última hora y después de la sentencia […] primero eran estrangulados y luego quemados. La ejecución no corría a cargo de la Inquisición sino de las autoridades civiles».                 
         
             LYNCH, Jonh, España bajo los Austrias, vol. I, 
             Ediciones Península, Barcelona, 1989, pp. 36-39.    


             
                                                                                  


miércoles, 3 de febrero de 2016

LA MARQUESA DE POMPADOUR Y LA ILUSTRACIÓN




     Retrato de madame de Pompadour, pintado por Quentin de Latour, en 1755.
     Museo del Louvre. (1) La Enciclopedia. (2) Libros de Voltaire y Montesquieu
     (El espíritu de las leyes). (3) Partitura musical. (4) Gravados. (5) Instrumento
     musical.

El siglo XVIII fue el escenario de una decisiva batalla ideológica. Los «filósofos», el lado más combativo de la Ilustración, se afanaron por transformar el mundo en el que habían nacido, fundado sobre el cristianismo, para sustituirlo por otro construido al margen de Dios, basado en la razón y el bienestar económico. En aquella lucha, una figura femenina, madame de Pompadour, llegó a jugar un destacado papel.

Madame de Pompadour nació en París, en 1721, y fue bautizada como Jeanne-Antoinette, de apellido Poisson. Creció en el seno de una familia perteneciente a la burguesía financiera, que le proporcionó una esmerada educación. Después de unos años en un colegio de monjas ursulinas, su madre le buscó los mejores profesores: recibió clases de dicción de manos de Crébillon, destacado autor dramático, y Jeliotte, estrella de la ópera, le enseñó a cantar. La joven manifestó pronto buena inteligencia y sensibilidad artística. Le gustaba dibujar, pintar y tocar el clavecín. También tenía afición a la botánica [1]. Este refinamiento cultural unido a su elegancia y belleza hicieron que Jeanne-Antoinette destacara pronto en los salones de París, donde conoció a los artistas e intelectuales de la época, como Montesquieu, Marivaux o Fontenelle. En 1741, a los diecinueve años, nuestra protagonista se casa con Charles Guillaume Le Normant d’Étiolles. Desde entonces, la recién casada pasará temporadas en la mansión campestre de Étiolles, en la que recibirá a escritores –Voltaire, Montesquieu, Crébillon– y aristócratas.

Paulatinamente, la fama de la ahora conocida como madame d’Étiolles empieza a extenderse y llega a oídos del rey, quien tiene ocasión de conocerla personalmente con ocasión de un baile de máscaras celebrado en Versalles, en 1745. Poco después, comenzaba una relación íntima entre ambos. No era la primera vez que Luis XV, casado y con varios hijos, escandalizaba a la corte y a Francia con una amante. La novedad en esta ocasión era la condición social de la elegida. Las anteriores favoritas procedían de la nobleza, Jeanne era burguesa. El problema de la burguesía en la Francia del siglo XVIII era que, pese a tener dinero y cultura, legalmente se encontraba en una situación de inferioridad frente a la nobleza. Una nobleza que, orgullosa, seguía mirando por encima del hombro a los miembros de este grupo social, a los que consideraba como plebeyos.

No obstante el rechazo, el rey no se volvió atrás. Jeanne-Antoinette comenzó así una carrera que habría de convertirla en una de las personas más destacadas e influyentes del reino. Para empezar, Luis XV instaló a su nueva favorita en el mismo palacio de Versalles, otorgándole el título de marquesa de Pompadour. Años más tarde,  conseguirá del monarca el rango de duquesa (1752) y, en 1756, será nombrada dama de honor de la muy resignada reina María Leszczynska. De los primeros tiempos en Versalles nos ha llegado este espléndido retrato de nuestro personaje: «Era esbelta, desenvuelta, ágil y elegante; su rostro armonizaba con el cuerpo […] la boca encantadora, los dientes muy bellos y la sonrisa más deliciosa […]. El más hermoso cutis del mundo acentuaba la atracción de todos sus rasgos. Los ojos tenían un encanto muy particular, […] su color indeterminado parecía aportarles todas las formas de la seducción y expresar sucesivamente todas las impresiones de su alma voluble; […] el conjunto de la persona parecía fijar el matiz entre el último grado de la elegancia y el primero de la nobleza» [2]. A todo lo dicho es necesario añadir su maestría a la hora de vestirse, combinando con artístico acierto las telas, los colores, las joyas y todo tipo de complementos.

La vida íntima –de amantes– entre el rey y la Pompadour duró unos cinco años, pero, una vez terminada, fue sustituida por la amistad. Luis XV se había acostumbrado a los consejos, la ayuda y la presencia de la aquella mujer. En la nueva etapa, Jeanne-Antoinette tuvo que mirar hacia otro lado y tolerar las relaciones que el rey –esclavo de su sexualidad– mantuvo con muchachas, generalmente de humilde condición, en una discreta casa cercana al palacio de Versalles, en el barrio conocido como Parque de los Ciervos. La marquesa parecía contentarse: quizás eran preferibles las fugaces aventuras del monarca con aquellas damiselas sin relevancia al peligro de una relación con alguna dama de la nobleza que pudiera quitarle el puesto [3].

Bien como amante, en los primeros años, o después, en calidad de amiga y consejera, madame de Pompadour supo mantenerse como favorita real hasta su muerte, en 1764. En conjunto casi dos décadas. Perfectamente situada en el centro de la corte, la Pompadour fue ejerciendo una creciente influencia en política, haciendo y deshaciendo ministros, embajadores y generales, interviniendo, con distinta intensidad, en la mayor parte de los grandes asuntos de Estado. Paralelamente a su encumbramiento personal, tuvo lugar el ascenso de su hermano Abel, quien terminó siendo nombrado director general de las construcciones reales y marqués de Marigny.

En esta su época dorada, la marquesa gastó a manos llenas, sobre todo comprando o edificando grandes mansiones que luego decoraba con hermosos muebles, cuadros y tapices. Cerca de uno de estos edificios, el castillo de Bellevue, se fundó, gracias a su empeño, la famosa manufactura (fábrica) de porcelanas de Sèvres. Otra de las residencias de la Pompadour fue el palacio del Elíseo, en París, actualmente residencia oficial del presidente de la República.  

Quizás, uno de los aspectos más polémicos de la marquesa de Pompadour haya sido su relación con el denominado «movimiento de las luces». Los escritores ilustrados  profesaban una fe ciega en el poder de la razón. Creían que la razón era el instrumento a través del cual debían revisar y reformar todas realidades humanas: la política, la economía, la organización social, la religión y hasta el modo de vivir y de pensar de las gentes. Aunque la Ilustración se internacionalizó, manifestándose diferencias entre países y autores, en general, y especialmente en Francia, adquirió mayor influencia la tendencia más radicalmente iluminista. Este tipo de intelectuales buscaban trasformar el mundo en el que habían nacido, pues no se sentían cómodos en aquella civilización fundada sobre el cristianismo. Dicho sector de la Ilustración apostó por un mundo nuevo: el hombre guiado de la «razón» debía promover el avance, «el progreso» –progreso material– de la sociedad que habría de llevarle a la felicidad, al «paraíso en la tierra». Pero en aquel camino se interponían obstáculos. El más grave parecía ser el cristianismo, y especialmente la Iglesia católica. Ese nuevo mundo con el que soñó la Ilustración anticristiana es, en líneas generales, el nuestro, la actual sociedad, dominada por el materialismo consumista. Se inició así una lucha por parte de «los filósofos» en contra el catolicismo. En esa guerra, consciente o inconscientemente, la Pompadour jugó un papel nada despreciable.

Al frente del iluminismo anticristiano se encontraban una serie de autores de lengua francesa: Voltaire, Diderot, D’Alembert, Rousseau, etc. Sus ideas, encontraron un fenomenal vehículo de divulgación con la publicación, a partir de 1751, de la Enciclopedia. De todos los citados, fue Voltaire el que lanzó contra la Iglesia católica las críticas más violentas y demoledoras, destilando un particular odio hacia los jesuitas. No en vano la Compañía de Jesús era por entonces la más vigorosa institución de la Iglesia, cuyos miembros habían alcanzado una notable reputación intelectual.

En su faceta de mecenas, la marquesa apoyó a los pintores (Boucher), escultores y arquitectos (Gabriel) de su tiempo. De igual modo, no pudo resistirse a tender una mano generosa y protectora sobre los ilustrados y la Enciclopedia. Esta contribución a la Luces no significó necesariamente una aceptación de todas las ideas de aquel movimiento. Su actitud en este campo, sin duda estuvo influida por la natural inclinación que sentía hacia las artes y las letras. Como reconocía: «Yo amo los talentos y las letras y será siempre para mí un gran placer el contribuir a la felicidad de los que las cultivan» [4]. Aunque, también, podemos suponer que al obrar de esta manera la señora marquesa se dejara llevar por una buena dosis de vanidad, al recordar los puestos de honor que la historia concede a los benefactores de la cultura.

Voltaire fue uno de los autores que más favores recibió de la Pompadour; si bien es cierto que él se preocupó desde muy pronto en adularla convenientemente: «Me intereso por vuestra felicidad más de lo que pensáis y quizás no hay en París quien tome en ello un interés más vivo […]; y os pido permiso para ir a deciros unas palabritas a  Étiolles […]. Soy, respetuosamente, señora, de vuestros ojos, de vuestro rostro y de vuestro ingenio, el más humilde y más obediente servidor» [5]. En ocasiones el incienso de Voltaire a su ilustre amiga se manifestaba en forma de poemas: «Así, pues vos reunís / todas las artes, todos los gustos, todos los / talentos, para complacer: / Pompadour, embellecéis / la Corte, el Parnaso y Citeres. / Encanto de todos los corazones, tesoro de / un solo mortal, / ¡qué tan bella suerte llegue a ser eterna! / ¡Qué vuestros días preciosos se vean / señalados por festejos!» [6]. Sea por lo que fuere, la favorita del rey miró por los intereses de aquel polémico y mordaz philosophe: en 1745, Voltaire era nombrado gentilhombre ordinario de cámara e historiógrafo real, y, al año siguiente, miembro de la Academia Francesa. Además, entre 1747 y 1750 se representaron en el escenario más exclusivo de Francia, el palacio de Versalles, dos de sus obras, El hijo prodigo y Zaire. El apoyo de madame Pompadour llegó incluso hasta conseguir que se prohibiera una obra que parodiaba la recién estrenada Semíramis de Voltaire [7].

A partir de 1751, cuando la pasión amorosa cesó y dio paso a la amistad, Jeanne-Antoinette manifestó su deseo de reconciliarse con la Iglesia. Sin embargo, la cuestión no era sencilla. La conclusión a la que se llegó fue la siguiente: si el escándalo había sido tan público y ruidoso la ruptura debía ser ostentosa, por lo tanto, era preciso que la marquesa abandonara la corte. Esta solución, inaceptable para la Pompadour, fue defendida sobre todo por los jesuitas, por entonces con gran influencia en Versalles. No sabemos si de aquel capítulo de su vida Jeanne guardó algún rencor hacia la Compañía de Jesús. En este punto los historiadores no se ponen de acuerdo. Años después se desató una tormenta contra los jesuitas en toda Europa. En Francia, los parlamentarios (magistrados), unidos a los tradicionales enemigos de la Compañía (herejes jansenistas y filósofos enciclopedistas), consiguieron llevar a los hijos de san Ignacio a los tribunales. Madame de Pompadour no hizo nada para defenderlos. Élla, la que había llegado a tejer alianzas internacionales, no movió un dedo por los jesuitas, los cuales sí que contaron, en cambio, con la defensa de la familia real, especialmente del delfín (el heredero). La marquesa entendió que después de muchos años de enfrentamientos entre el rey y el Parlamento de París (alta corte de justicia) era conveniente entregarles la víctima que pedían. A dicha idea corresponde el siguiente comentario suyo: «Creo que son personas honestas. Pero no es posible que el rey sacrifique su Parlamento en el momento en que lo necesita» [8]. No queriendo más problemas, Luis XV cedió, decretando, en 1764, la expulsión de los jesuitas de Francia. Un rey que ejercía su oficio de mala gana y que se dejaba llevar por la lujuria, y una señora, su examante, entregada con pasión a la política. Con este panorama no es de extrañar que los lobos se hicieran con la presa. La drástica medida  –pronto imitada en España y en otros países católicos– supuso un duro golpe para la Iglesia en un crítico y crucial momento histórico.    

Hacia los cuarenta años, Jeanne-Antoinette se encontraba físicamente agotada. Sólo la destreza con el maquillaje y su reconocido buen gusto en el vestir salvaban las apariencias. La salud se iba deteriorando. Una prueba preocupante era que ya desde hacía tiempo venía escupiendo sangre.

Había llegado a tener todo lo que un día soñó, pero no había sido verdaderamente feliz. Al igual que cualquier mortal, tuvo que sufrir los golpes de la vida, como cuando vio morir a su única hija, de diez años. Por encima de todo, vivió durante muchos años en tensión, luchando contra conspiraciones de cortesanos, siempre con el constante temor a perder el favor del rey. En todos estos afanes fue consumiendo las fuerzas. Cansada y decepcionada escribe a su hermano: «Excepto la felicidad de estar cerca del Rey […], lo demás no es sino un tejido de maldades y de bajezas; es decir, de todas las miserias de las que son capaces los pobres humanos» [9]. La derrota francesa al término de la guerra de los Siete Años (1763) es asumida por madame de Pompadour como un fracaso de su labor política. En 1764 cae enferma. Ya no se recuperará. Se confiesa y recibe los últimos sacramentos. Muere en Versalles, el Domingo de Ramos de ese año. Luis XV no está presente en este último momento. Mientras agoniza, Jeanne se agarra al brazo del sacerdote.

Santander, diciembre del 2015.

Luis Somarriba


NOTAS:

[1] LEVRON, Jacques, Madame de Pompadour, el amor y la política, Edit. Vergara, Buenos Aires, 1987, p. 26.                
[2] El testimonio es bastante objetivo pues procede de Leroy, jefe de cuidadores del parque de Versalles, persona que no era sospechosa de halagar a la Pompadour. Citado en ibid., pp. 60-61.
[3] Ibid., p. 185.       
[4] NOLHAC, Pierre, Luis XV y madame de Pompadour, según documentos inéditos, Edit. Montaner y Simón, Barcelona, 1930, p. 172.
[5] Ibid., pág. 60.
[6] Citado en LEVRON, J., op. cit., pp. 76-77.
[7] NOLHAC, P. op. cit., pp. 176-177.
[8] Citado en LEVRON, J., op. cit., p. 343.
[9] Citado por GAXOTTE, Pierre, «Madame de Pompadour, esa desconocida», Historia y Vida, extra  n.º 7 (1976), p. 87.