 |
Retrato de madame de Pompadour, pintado por Quentin de Latour, en 1755. Museo del Louvre. (1) La Enciclopedia. (2) Libros de Voltaire y Montesquieu (El espíritu de las leyes). (3) Partitura musical. (4) Gravados. (5) Instrumento musical. |
El siglo XVIII fue el escenario
de una decisiva batalla ideológica. Los «filósofos», el lado más combativo de la
Ilustración, se afanaron por transformar el mundo en el que habían nacido,
fundado sobre el cristianismo, para sustituirlo por otro construido al margen
de Dios, basado en la razón y el bienestar económico. En aquella lucha, una figura
femenina, madame de Pompadour, llegó a jugar un destacado papel.
Madame de Pompadour nació en
París, en 1721, y fue bautizada como Jeanne-Antoinette, de apellido Poisson.
Creció en el seno de una familia perteneciente a la burguesía financiera, que
le proporcionó una esmerada educación. Después de unos años en un colegio de monjas
ursulinas, su madre le buscó los mejores profesores: recibió clases de dicción
de manos de Crébillon, destacado autor dramático, y Jeliotte, estrella de la
ópera, le enseñó a cantar. La joven manifestó pronto buena inteligencia y
sensibilidad artística. Le gustaba dibujar, pintar y tocar el clavecín. También
tenía afición a la botánica [1]. Este refinamiento cultural unido a su
elegancia y belleza hicieron que Jeanne-Antoinette destacara pronto en los
salones de París, donde conoció a los artistas e intelectuales de la época,
como Montesquieu, Marivaux o Fontenelle. En 1741, a los diecinueve años,
nuestra protagonista se casa con Charles Guillaume Le Normant d’Étiolles. Desde
entonces, la recién casada pasará temporadas en la mansión campestre de Étiolles,
en la que recibirá a escritores –Voltaire, Montesquieu, Crébillon– y aristócratas.
Paulatinamente, la fama de la
ahora conocida como madame d’Étiolles empieza a extenderse y llega a oídos del
rey, quien tiene ocasión de conocerla personalmente con ocasión de un baile de
máscaras celebrado en Versalles, en 1745. Poco después, comenzaba una relación
íntima entre ambos. No era la primera vez que Luis XV, casado y con varios
hijos, escandalizaba a la corte y a Francia con una amante. La novedad en esta
ocasión era la condición social de la elegida. Las anteriores favoritas
procedían de la nobleza, Jeanne era burguesa. El problema de la burguesía en la
Francia del siglo XVIII era que, pese a tener dinero y cultura, legalmente se
encontraba en una situación de inferioridad frente a la nobleza. Una nobleza
que, orgullosa, seguía mirando por encima del hombro a los miembros de este
grupo social, a los que consideraba como plebeyos.
No obstante el rechazo, el rey no
se volvió atrás. Jeanne-Antoinette comenzó así una carrera que habría de
convertirla en una de las personas más destacadas e influyentes del reino. Para
empezar, Luis XV instaló a su nueva favorita en el mismo palacio de Versalles,
otorgándole el título de marquesa de Pompadour. Años más tarde, conseguirá del monarca el rango de duquesa
(1752) y, en 1756, será nombrada dama de honor de la muy resignada reina María
Leszczynska. De los primeros tiempos en Versalles nos ha llegado este
espléndido retrato de nuestro personaje: «Era
esbelta, desenvuelta, ágil y elegante; su rostro armonizaba con el cuerpo […] la
boca encantadora, los dientes muy bellos y la sonrisa más deliciosa […]. El más
hermoso cutis del mundo acentuaba la atracción de todos sus rasgos. Los ojos
tenían un encanto muy particular, […] su color indeterminado parecía aportarles
todas las formas de la seducción y expresar sucesivamente todas las impresiones
de su alma voluble; […] el conjunto de la persona parecía fijar el matiz entre
el último grado de la elegancia y el primero de la nobleza» [2]. A todo lo dicho es necesario añadir su
maestría a la hora de vestirse, combinando con artístico acierto las telas, los
colores, las joyas y todo tipo de complementos.
La vida íntima –de amantes– entre
el rey y la Pompadour duró unos cinco años, pero, una vez terminada, fue
sustituida por la amistad. Luis XV se había acostumbrado a los consejos, la
ayuda y la presencia de la aquella mujer. En la nueva etapa, Jeanne-Antoinette
tuvo que mirar hacia otro lado y tolerar las relaciones que el rey –esclavo de
su sexualidad– mantuvo con muchachas, generalmente de humilde condición, en una
discreta casa cercana al palacio de Versalles, en el barrio conocido como
Parque de los Ciervos. La marquesa parecía contentarse: quizás eran preferibles
las fugaces aventuras del monarca con aquellas damiselas sin relevancia al
peligro de una relación con alguna dama de la nobleza que pudiera quitarle el
puesto [3].
Bien como amante, en los primeros
años, o después, en calidad de amiga y consejera, madame de Pompadour supo
mantenerse como favorita real hasta su muerte, en 1764. En conjunto casi dos
décadas. Perfectamente situada en el centro de la corte, la Pompadour fue
ejerciendo una creciente influencia en política, haciendo y deshaciendo
ministros, embajadores y generales, interviniendo, con distinta intensidad, en
la mayor parte de los grandes asuntos de Estado. Paralelamente a su
encumbramiento personal, tuvo lugar el ascenso de su hermano Abel, quien
terminó siendo nombrado director general de las construcciones reales y marqués
de Marigny.
En esta su época dorada, la marquesa
gastó a manos llenas, sobre todo comprando o edificando grandes mansiones que
luego decoraba con hermosos muebles, cuadros y tapices. Cerca de uno de estos
edificios, el castillo de Bellevue, se fundó, gracias a su empeño, la famosa manufactura
(fábrica) de porcelanas de Sèvres. Otra de las residencias de la Pompadour fue el
palacio del Elíseo, en París, actualmente residencia oficial del presidente de
la República.
Quizás, uno de los aspectos más
polémicos de la marquesa de Pompadour haya sido su relación con el denominado «movimiento
de las luces». Los escritores ilustrados
profesaban una fe ciega en el poder de la razón. Creían que la razón era
el instrumento a través del cual debían revisar y reformar todas realidades
humanas: la política, la economía, la organización social, la religión y hasta
el modo de vivir y de pensar de las gentes. Aunque la Ilustración se
internacionalizó, manifestándose diferencias entre países y autores, en general,
y especialmente en Francia, adquirió mayor influencia la tendencia más
radicalmente iluminista. Este tipo de intelectuales buscaban trasformar el
mundo en el que habían nacido, pues no se sentían cómodos en aquella civilización
fundada sobre el cristianismo. Dicho sector de la Ilustración apostó por un
mundo nuevo: el hombre guiado de la «razón» debía promover el avance, «el
progreso» –progreso material– de la sociedad que habría de llevarle a la
felicidad, al «paraíso en la tierra». Pero en aquel camino se interponían
obstáculos. El más grave parecía ser el cristianismo, y especialmente la
Iglesia católica. Ese nuevo mundo con el que soñó la Ilustración anticristiana
es, en líneas generales, el nuestro, la actual sociedad, dominada por el
materialismo consumista. Se inició así una lucha por parte de «los filósofos» en
contra el catolicismo. En esa guerra, consciente o inconscientemente, la
Pompadour jugó un papel nada despreciable.
Al frente del iluminismo anticristiano
se encontraban una serie de autores de lengua francesa: Voltaire, Diderot, D’Alembert,
Rousseau, etc. Sus ideas, encontraron un fenomenal vehículo de divulgación con
la publicación, a partir de 1751, de la Enciclopedia.
De todos los citados, fue Voltaire el que lanzó contra la Iglesia católica las
críticas más violentas y demoledoras, destilando un particular odio hacia los
jesuitas. No en vano la Compañía de Jesús era por entonces la más vigorosa
institución de la Iglesia, cuyos miembros habían alcanzado una notable
reputación intelectual.
En su faceta de mecenas, la marquesa
apoyó a los pintores (Boucher), escultores y arquitectos (Gabriel) de su
tiempo. De igual modo, no pudo resistirse a tender una mano generosa y
protectora sobre los ilustrados y la Enciclopedia.
Esta contribución a la Luces no significó necesariamente una aceptación de todas
las ideas de aquel movimiento. Su actitud en este campo, sin duda estuvo influida
por la natural inclinación que sentía hacia las artes y las letras. Como
reconocía: «Yo amo los talentos y las
letras y será siempre para mí un gran placer el contribuir a la felicidad de
los que las cultivan» [4]. Aunque, también, podemos suponer que al obrar de
esta manera la señora marquesa se dejara llevar por una buena dosis de vanidad,
al recordar los puestos de honor que la historia concede a los benefactores de la
cultura.
Voltaire fue uno de los autores
que más favores recibió de la Pompadour; si bien es cierto que él se preocupó
desde muy pronto en adularla convenientemente: «Me intereso por vuestra felicidad más de lo que pensáis y quizás no
hay en París quien tome en ello un interés más vivo […]; y os pido permiso para
ir a deciros unas palabritas a Étiolles […].
Soy, respetuosamente, señora, de vuestros ojos, de vuestro rostro y de vuestro
ingenio, el más humilde y más obediente servidor» [5]. En ocasiones el
incienso de Voltaire a su ilustre amiga se manifestaba en forma de poemas: «Así, pues vos reunís / todas las artes, todos
los gustos, todos los / talentos, para complacer: / Pompadour, embellecéis / la
Corte, el Parnaso y Citeres. / Encanto de todos los corazones, tesoro de / un
solo mortal, / ¡qué tan bella suerte llegue a ser eterna! / ¡Qué vuestros días
preciosos se vean / señalados por festejos!» [6]. Sea por lo que fuere, la favorita
del rey miró por los intereses de aquel polémico y mordaz philosophe: en 1745, Voltaire era nombrado gentilhombre ordinario
de cámara e historiógrafo real, y, al año siguiente, miembro de la Academia
Francesa. Además, entre 1747 y 1750 se representaron en el escenario más exclusivo
de Francia, el palacio de Versalles, dos de sus obras, El hijo prodigo y Zaire.
El apoyo de madame Pompadour llegó incluso hasta conseguir que se prohibiera
una obra que parodiaba la recién estrenada Semíramis
de Voltaire [7].
A partir de 1751, cuando la
pasión amorosa cesó y dio paso a la amistad, Jeanne-Antoinette manifestó su
deseo de reconciliarse con la Iglesia. Sin embargo, la cuestión no era
sencilla. La conclusión a la que se llegó fue la siguiente: si el escándalo
había sido tan público y ruidoso la ruptura debía ser ostentosa, por lo tanto, era
preciso que la marquesa abandonara la corte. Esta solución, inaceptable para la
Pompadour, fue defendida sobre todo por los jesuitas, por entonces con gran influencia
en Versalles. No sabemos si de aquel capítulo de su vida Jeanne guardó algún
rencor hacia la Compañía de Jesús. En este punto los historiadores no se ponen
de acuerdo. Años después se desató una tormenta contra los jesuitas en toda
Europa. En Francia, los parlamentarios (magistrados), unidos a los
tradicionales enemigos de la Compañía (herejes jansenistas y filósofos enciclopedistas),
consiguieron llevar a los hijos de san Ignacio a los tribunales. Madame de
Pompadour no hizo nada para defenderlos. Élla, la que había llegado a tejer alianzas
internacionales, no movió un dedo por los jesuitas, los cuales sí que contaron,
en cambio, con la defensa de la familia real, especialmente del delfín (el
heredero). La marquesa entendió que después de muchos años de enfrentamientos
entre el rey y el Parlamento de París (alta corte de justicia) era conveniente
entregarles la víctima que pedían. A dicha idea corresponde el siguiente
comentario suyo: «Creo que son personas
honestas. Pero no es posible que el rey sacrifique su Parlamento en el momento
en que lo necesita» [8]. No queriendo más problemas, Luis XV cedió,
decretando, en 1764, la expulsión de los jesuitas de Francia. Un rey que
ejercía su oficio de mala gana y que se dejaba llevar por la lujuria, y una señora,
su examante, entregada con pasión a la política. Con este panorama no es de
extrañar que los lobos se hicieran con la presa. La drástica medida –pronto imitada en España y en otros países
católicos– supuso un duro golpe para la Iglesia en un crítico y crucial momento
histórico.
Hacia los cuarenta años,
Jeanne-Antoinette se encontraba físicamente agotada. Sólo la destreza con el
maquillaje y su reconocido buen gusto en el vestir salvaban las apariencias. La
salud se iba deteriorando. Una prueba preocupante era que ya desde hacía tiempo
venía escupiendo sangre.
Había llegado a tener todo lo que
un día soñó, pero no había sido verdaderamente feliz. Al igual que cualquier
mortal, tuvo que sufrir los golpes de la vida, como cuando vio morir a su única
hija, de diez años. Por encima de todo, vivió durante muchos años en tensión,
luchando contra conspiraciones de cortesanos, siempre con el constante temor a
perder el favor del rey. En todos estos afanes fue consumiendo las fuerzas.
Cansada y decepcionada escribe a su hermano: «Excepto la felicidad de estar cerca del Rey […], lo demás no es sino
un tejido de maldades y de bajezas; es decir, de todas las miserias de las que
son capaces los pobres humanos» [9]. La derrota francesa al término de la guerra
de los Siete Años (1763) es asumida por madame de Pompadour como un fracaso de
su labor política. En 1764 cae enferma. Ya no se recuperará. Se confiesa y
recibe los últimos sacramentos. Muere en Versalles, el Domingo de Ramos de ese
año. Luis XV no está presente en este último momento. Mientras agoniza, Jeanne
se agarra al brazo del sacerdote.
Santander, diciembre del 2015.
Luis Somarriba
NOTAS:
[1] LEVRON, Jacques, Madame de Pompadour, el amor y la política, Edit.
Vergara, Buenos Aires, 1987, p. 26.
[2] El testimonio es bastante
objetivo pues procede de Leroy, jefe de cuidadores del parque de Versalles,
persona que no era sospechosa de halagar a la Pompadour. Citado en ibid., pp. 60-61.
[3] Ibid., p. 185.
[4] NOLHAC, Pierre, Luis XV y madame de Pompadour, según
documentos inéditos, Edit. Montaner y Simón, Barcelona, 1930, p. 172.
[5] Ibid., pág. 60.
[6] Citado en LEVRON, J., op.
cit., pp. 76-77.
[7] NOLHAC, P. op. cit., pp. 176-177.
[8] Citado en LEVRON, J., op. cit.,
p. 343.
[9] Citado por GAXOTTE, Pierre,
«Madame de Pompadour, esa desconocida», Historia
y Vida, extra n.º 7 (1976), p. 87.