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lunes, 28 de diciembre de 2015

EL IMPERIO AZTECA Y SU RELIGIÓN


El Imperio azteca que conocieron los españoles en 1519 abarcaba un extenso dominio situado en el centro-sur del actual México, una zona que desde antiguo había sido el solar de diferentes pueblos y culturas.

Provenientes del norte, los aztecas o mexicas se asentaron en este territorio entre los siglos XII y XIII, asimilando distintos aspectos culturales y religiosos de sus vecinos y de las grandes civilizaciones que les precedieron. En 1325 fundaron una ciudad, que se convirtió en su capital, Tenochtitlán (la actual México), levantada sobre una isla del lago Texcoco. El engrandecimiento y expansión de los mexicas tuvo lugar durante el siglo XV y los primeros años del XVI, período en el cual construyeron un extenso imperio, unido por la fuerza de las armas y el miedo, donde las ciudades y pueblos conquistados, aunque conservaban su autonomía, debían entregar regularmente cuantiosos tributos. El Imperio era regido por un soberano de carácter electivo, el uei tlatoani, con amplios poderes civiles, militares y religiosos.

La sociedad azteca estaba fuertemente jerarquizada y en su cima se encontraba una privilegiada élite dominante, formada por aristócratas, nobles guerreros, sacerdotes y funcionarios. Había también mercaderes, artesanos y campesinos. En la base de la pirámide social se encontraban los esclavos.

Tanto los mexicas como los pueblos que sometieron practicaban cultos religiosos que, al menos a los ojos de los europeos, presentaban grandes semejanzas. Dos características sobresalían: el politeísmo y los sacrificios humanos. También estaba muy extendido en Mesoamérica honrar a las diferentes divinidades en lo alto de pirámides escalonadas.

La suprema deidad de los aztecas era Huitzilopochtli, dios solar de la guerra. En el centro de México-Tenochtitlán existía un amplio y espectacular recinto que reunía monumentales edificaciones, sobre todo templos, entre los que sobresalía el Gran Teocali o Templo Mayor. Dicha edificación era una pirámide escalonada de unos sesenta metros de altura con una doble escalinata frontal, la cual terminaba en una terraza con dos templos: uno dedicado a Tláloc, dios de la lluvia, y otro al ya mencionado Huitzilopochtli. Los sacerdotes eran de distintas categorías y solían mostrarse con un aspecto terrible: tiznados de hollín y con una la larga cabellera untada de tinta y sangre.

Se practicaban varios tipos de sacrificios humanos, si bien el más generalizado era el que se realizaba por extracción del corazón. Por lo común, la víctima, tras ascender a lo alto de la pirámide, era tumbada boca arriba sobre una piedra (techcatl) y sujetada por los brazos, las piernas y la cabeza. Seguidamente, un sacerdote realizaba un rápido corte con el cuchillo −al parecer, justo debajo de las costillas− e introducía la mano en las entrañas para hacerse con el corazón, el cual era extraído y ofrecido a la divinidad. A continuación, el preciado órgano era depositado en un recipiente llamado cuauhxicalli [1]. Acabado todo, era normal que el cadáver fuese arrojado escaleras abajo, sirviendo de alimento entre los asistentes: «Y tenían muchas ollas grandes y cántaros y tinajas dentro en la casa llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carne de los tristes indios que sacrificaban y que comían los papas » [2]. El dios Tláloc exigía que se le inmolaran niños, y el llanto de los inocentes camino de la muerte era considerado como buen augurio para obtener lluvias ese año. Para honrar al dios del fuego, Xiutecutli, las víctimas, luego de ser arrojadas a las llamas, eran recuperadas para, todavía con vida, arrancarles el corazón [3].

Muchas veces el rito sacrificial se completaba con el desollamiento, y las pieles humanas así conseguidas se usaban a modo de un especial ropaje con el que recubrirse: «En México para este día guardaban alguno de los presos en la guerra que fuese señor o persona principal, y a aquél desollaban para vestir el cuero de él el gran señor de México, Moctezuma, el cual con aquel cuero vestido bailaba con mucha gravedad, pensando que hacía gran servicio al demonio que aquel día honraban» [4]. Igualmente, algunos huesos eran conservados por los guerreros como trofeos.

Estos sangrientos rituales se realizaban con demasiada frecuencia a lo largo del año y, en determinadas ocasiones, con un elevado precio en vidas humanas. Así por ejemplo, en el reinado de Axayacatl (1469-1482), cuando se inauguró el calendario azteca, fueron sacrificadas 700 víctimas. Aunque el mayor holocausto tuvo lugar en 1486, coincidiendo con la consagración del Templo Mayor. En aquella ocasión, en catorce lugares distintos y durante cuatro días, fueron inmoladas unas 20.000 personas. En la ciudad de Tenochtitlán las calaveras se amontonaban en un monumento erigido dentro del recinto ceremonial. Según los cálculos de Andrés Tapia, uno de los hombres de Cortés, en aquel lugar había cerca de 136.000 cráneos.

La necesidad de obtener víctimas para los cultos sacrificiales llegó a ser tan acuciante que muchas veces las campañas bélicas se emprendían para obtener prisioneros que inmolar.

Los españoles, pese a ser hombres duros, acostumbrados a las crueldades de la guerra, quedaron sobrecogidos por los atroces espectáculos de muerte que encontraron en México. El escenario de aquellas matanzas fue descrito más de una vez por Bernal Díaz del Castillo, uno de los españoles que participó en la expedición de Cortés. Un  buen ejemplo es el relato de la visita al Templo Mayor de Tenochtitlán: «Y estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y ansimismo el suelo, que todo hedía muy malamente. […] . Y allí tenían un tambor muy grande en demasía, que cuando le tañían el sonido dél era tan triste y de tal manera como dicen instrumento de los infiernos, […]. E en aquella placeta tenían tantas cosas muy diabólicas de ver, de bocinas y trompetillas y navajones, y muchos corazones de indios que habían quemado, con que sahumaron a aquellos sus ídolos, y todo cuajado de sangre. Tenían tanto, que los doy a la maldición; y como todo hedía a carnicería, no víamos la hora de quitarnos de tan mal hedor y peor vista» [5].

                                 Luis Somarriba


Ejecución de un sacrificio humano entre los aztecas



[1] BENAVENTE MOTOLINÍA, Fray Toribio, Historia de los indios de la Nueva España, I, 6.
[2]  DÍAZ DEL CASTILLO, Bernal, Historia verdadera de la conquista de la nueva España, Espasa-Calpe, Madrid, 1992, XCII, p. 227.
[3] BENAVENTE MOTOLINÍA, op. cit. I, 7.
[4] Ibid., I, 6.
[5] DÍAZ DEL CASTILLO, op. cit., XCII, p. 225.