lunes, 3 de noviembre de 2014
HISTORIA DE COLINDRES
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^ Tarjeta de Colindres a principios del siglo XX |
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Alameda del Ayuntamiento de Colindres, a principios del s. XX |
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Alameda del Ayuntamiento de Colindres, a principios del s. XX |
GUERRA
CIVIL EN COLINDRES: EL CUARTEL DEL EJÉRCITO VASCO EN LA PLAZA DE SAN GINÉS
Durante la Guerra
Civil, en el verano de 1937, la casa de Gregorio Somarriba Sainz-Trápaga, sita
en la alameda de San Ginés (inmueble que años después ocupó el establecimiento
de Bedia), fue elegida por las autoridades para que sirviera de cuartel a uno
de los batallones vascos (los gudaris del PNV), que habían
tenido que retirarse de Vizcaya tras la ocupación de este territorio por los ejércitos
de Franco. La familia dispuso de unas pocas horas para desalojar el edificio.
Fueron varios los
batallones dependientes del Gobierno de Euzkadi que se establecieron en toda la
zona: Laredo, Colindres, Santoña, etc.
Una de las cuestiones que más llamó la atención entre la población local fue la práctica de la religión entre aquellos militares, pues desde que se inició la contienda, en la zona republicana se había puesto en marcha una implacable persecución contra el clero, siendo clausuradas las iglesias, la mayor parte de las cuales fueron saqueadas y/o incendiadas. En este sentido, el País Vasco resultó una excepción dentro de la República, gracias a la ideología conservadora y católica del PNV, que, no obstante, decidió aliarse con el gobierno izquierdista de Madrid para poder conseguir la autonomía y, a través de ella, quizás la independencia. De esta manera, en Colindres se daba la paradoja de que, mientras el párroco, don Patricio, se encontraba escondido y la iglesia de San Juan había recibido la inoportuna «visita» de los milicianos, diariamente, en la propiedad del Sr. Somarriba, un capellán castrense celebraba piadosamente misa de campaña.
Una de las cuestiones que más llamó la atención entre la población local fue la práctica de la religión entre aquellos militares, pues desde que se inició la contienda, en la zona republicana se había puesto en marcha una implacable persecución contra el clero, siendo clausuradas las iglesias, la mayor parte de las cuales fueron saqueadas y/o incendiadas. En este sentido, el País Vasco resultó una excepción dentro de la República, gracias a la ideología conservadora y católica del PNV, que, no obstante, decidió aliarse con el gobierno izquierdista de Madrid para poder conseguir la autonomía y, a través de ella, quizás la independencia. De esta manera, en Colindres se daba la paradoja de que, mientras el párroco, don Patricio, se encontraba escondido y la iglesia de San Juan había recibido la inoportuna «visita» de los milicianos, diariamente, en la propiedad del Sr. Somarriba, un capellán castrense celebraba piadosamente misa de campaña.
A finales de
agosto, el improvisado cuartel fue abandonado de forma precipitada por los militares, para cruzar el vecino puente de Treto-Colindres y
dirigirse a Santoña, lugar en el que culminó la rendición pactada entre el
Gobierno vasco y los italianos, el conocido como Pacto de Santoña
(24-VIII-1937). En su huida, los gudaris
dejaron la mayor parte de su bagaje (armas, víveres, máquinas de escribir,
etc.) en el edificio. La noticia de lo abandonado por el ejército de Euzkadi en
casa de Somarriba corrió en seguida por todo el barrio, provocando el saqueo de
la vivienda.
Cuando, poco
después, entraron las fuerzas nacionales en Colindres, Gregorio Somarriba
acudió a las nuevas autoridades para frenar aquel expolio, que, pese a todo,
continuaba. Se trataba de atajar cuanto antes aquella situación que podía
acabar en tragedia, pues, se temía que, entre lo dejado por los nacionalistas,
pudieran encontrarse artefactos explosivos. Se acordó, entonces, montar una
guardia de italianos. Sin embargo, la solución no dio resultado, ya que aquellos
soldados terminaron por hacer amistad con las gentes del vecindario,
especialmente con el personal femenino. Por ello, continuó el pillaje hasta el
total agotamiento de las existencias, causándose, además, numerosos daños entre
bienes de la familia.Artículo redactado por el autor del blog, a partir del testimonio aportado en su día por algunos miembros de las familias Somarriba Bahón y Bahón Salcines.
Santander, agosto
del 2018.
PERSECUCIÓN RELIGIOSA EN COLINDRES DURANTE LA GUERRA CIVIL: 1936-1937
"La iglesia fue cerrada al culto por mandato del Frente Popular a mediados de agosto, y destinada más tarde a cuartel.
Fueron destruidos un armonium, cinco retablos, nueve imágenes, otros tantos Cálices, tres campanas, quedando la iglesia notablemente mutilada. Muchas de las imágenes fueron tiroteadas antes de destruirlas.
La persecución personal se cebó bastante en gentes de derechas, que fueron a parar en gran número a la cárcel; mas sólo se asesinó a un joven de Acción Católica, sin que se sepan detalles de su muerte.
El ecónomo [el cura, don Patricio] hubo de vivir escondido",
Boletín Oficial Eclesiástico del Obispado de Santander, suplemento al n.º 4, año LXVI, abril, Santander, 1940, pp. 94, 95.
ORÍGENES HISPANOS DE LA ACTUAL CALIFORNIA
1. Ocupación de California por los españoles. La colonización y primeros pasos de la evangelización.
2. Las
misiones.
3. Relación de
los misioneros con los indígenas.
4. El final de
las misiones y destino de los indígenas.
Cuando hoy día oímos hablar de
California enseguida nos vienen a la mente imágenes de rascacielos, playas con
surfistas o actores de Hollywood. Sin embargo, los orígenes de esta tierra,
mundialmente conocida, nada tienen que ver con el inglés ni con el «brillo» de
las estrellas de cine. Aunque sorprenda, todo comenzó con un puñado de hispanos
católicos que, en la segunda mitad del siglo XVIII, ocuparon aquel territorio,
fundando sus principales ciudades y dando nombre a sus ríos, montes y costas. Fue
la labor emprendida por los súbditos del rey de España la que sentó las bases
de la California que conocemos.
1. Ocupación de California por los españoles. La colonización y
primeros pasos de la evangelización.
En la segunda mitad del siglo
XVIII, la Corona española se planteó, como uno de sus objetivos en los dominios
americanos, la ocupación y colonización de la Alta California o Nueva
California, territorio situado al noroeste del entonces virreinato de Nueva
España, y que se corresponde, en líneas generales, con el actual estado
norteamericano de California. La principal razón política que originó este
propósito colonizador fue el temor a que otra potencia europea, principalmente
Rusia, se estableciera en la zona.
Para iniciar la ocupación de la
Alta California partió una doble expedición, a la vez terrestre y marítima, al
mando de Gaspar de Portolá, en 1769. El punto de partida fue la península de la
Baja California, hoy día parte de la República de México, donde los jesuitas
habían consolidado una serie de misiones desde finales del siglo XVII. Cuando
los jesuitas fueron expulsados de España y sus posesiones de ultramar, en 1767,
los citados establecimientos misionales se encomendaron a los frailes
franciscanos, los cuales, poco después, recibieron el encargo de participar en
la expedición de Portolá y evangelizar a los indígenas de las nuevas tierras.
La dirección de la labor
misionera comenzada en la Alta California, en 1769, correspondió a fray
Junípero Serra, franciscano español, nacido en Mallorca. Serra, doctor en
Teología, había llegado a la América española en 1749. Tras su desembarco en
Veracruz, un hecho marcó el resto de su vida en el Nuevo Continente, al
rechazar el transporte puesto a su disposición y decidir la marcha andando
hasta la ciudad de México. Por el camino sufrió una picadura en una pierna, que
se complicó, provocándole graves secuelas de por vida. Hasta su muerte, la
labor de aquel fraile iba a desplegarse a través de cientos de kilómetros a
pie, en los que aquella pierna herida habría de proporcionarle punzantes dolores,
que, no obstante, sin duda, él supo ofrecer a Dios por la más querida de sus empresas,
la conversión de los indios.
Los indígenas de la Alta
California se encontraban divididos en diferentes pueblos y tribus, hablando
distintas lenguas. Al contrario que los aztecas, no habían desarrollado una
civilización, constituyendo sociedades muy primitivas. En las instrucciones
mandadas por las autoridades coloniales españolas a los jefes de la expedición
en el momento de partir, se hizo hincapié en la necesidad de tratar
correctamente a los nativos, respetando a sus mujeres, y se recordó que,
solamente en un hipotético caso de resistencia, se acudiera como último recurso
a las armas [1]. Casi ocho años después, completada la ocupación, el virrey Bucareli
insistía al nuevo gobernador de California sobre las mismas ideas: «La amabilidad, amor y generosidad que se
les demuestre constituyen los únicos medios […]para ganárselos» [2].
La empresa colonizadora y
evangelizadora de España en la Alta California comenzó en el verano de 1769,
con la llegada al área de la actual ciudad de San Diego de la expedición de
Portolá. Con dos días de retrasó, a causa de serios problemas con su pierna, se
les sumó fray Junípero Serra, quien fundaba, el 16 de julio de aquel año, la
primera de las misiones franciscanas en el actual estado norteamericano de
California, la misión de San Diego de Alcalá. El siguiente objetivo fue la
bahía de Monterrey, reconocida por el navegante español Sebastián Vizcaíno en
1602. El 3 de junio de 1770, Gaspar de Portolá tomaba posesión del puerto de
Monterrey en nombre del rey Carlos III. El mismo día, Serra fundaba la misión
de San Carlos Borromeo, trasladada, poco después, al cercano valle del río Carmelo,
para mantener las suficientes distancias entre los militares y la labor de los
frailes con los indios. San Carlos se convirtió en el centro principal desde el
que el padre Serra dirigió hasta su muerte las misiones californianas.
El proceso de hispanización y
cristianización que estaba comenzando, se apoyó en tres tipos de asentamientos:
las misiones, destinadas a los indígenas, las poblaciones de colonos hispanos y
los presidios. Estos últimos eran fortificaciones dentro de cuyos muros se
organizaba una comunidad, a la vez de militares y civiles, con sus respectivas
familias, y todos los servicios necesarios: viviendas, iglesia, talleres,
almacenes, etc. Se llegaron a crear cuatro presidios: San Diego, Sta. Bárbara, Monterrey
‒convertido en capital de la California española‒ y San Francisco. Todos ellos
se encontraban próximos a una misión, con la que, en tres de los casos, se
compartía el nombre.
En 1773 ya había cinco misiones,
asistidas por diecinueve franciscanos y con casi quinientos indios bautizados [3].
Ese año fray Junípero tuvo que trasladarse a México para entrevistarse con el
virrey Bucareli y tratar de resolver los problemas que habían surgido entre los
misioneros y los representantes del rey en California. Serra consiguió en la
capital de Nueva España algo muy importante para la labor de los frailes: que el
gobierno, el control y la educación de los indios bautizados perteneciera exclusivamente
a los misioneros.
La tarea evangelizadora sufrió
una dura prueba cuando, en 1775, un grupo de indios armados destruyó la misión
de San Diego, asesinando ‒al parecer con gran crueldad‒ al padre Luis Jaime. Al
enterarse fray Junípero de la tragedia enseguida supo ver el lado más
sobrenatural, destacando los frutos espirituales que iban a cosecharse a causa
de aquel martirio: «Gracias a Dios ya se
regó [con sangre] aquella tierra;
ahora sí se conseguirá la reducción de los dieguinos» [4].
Entre 1775 y 1776 se sentaron las
bases del dominio español en la bahía de San Francisco. El principal
protagonista fue el teniente coronel Juan de Anza, de ascendencia vasca, hombre
nacido y curtido como militar en la difícil frontera india, en lo que hoy es el
norte de México (Sonora) y una parte de EE.UU. (Arizona). Anza partió de Tubac,
cerca de Tucson, en Arizona, al frente de una expedición colonizadora compuesta
por doscientas cuarenta personas, entre civiles y soldados, además de mil
cabezas de ganado. Atravesaron el río Colorado y el desierto llegando a San
Gabriel, y desde allí por el norte se dirigieron hasta Monterrey. Anza escogió veinte
hombres con los que se trasladó a la bahía de San Francisco, explorando su
entorno y escogiendo el emplazamiento para los futuros asentamientos, en
particular el del presidio y el de la misión de San Francisco. Con la
información proporcionada por Anza, el teniente Moraga condujo a los colonos desde
Monterrey a la gran bahía. En el extremo norte de la península donde en
nuestros días se alza la ciudad de San Francisco, Moraga construyó un presidio (septiembre
de 1776), justo a los pies del actual puente del Golden Gate. Cerca de la
fortificación, en el centro de la citada península, se fundaba la misión de San
Francisco de Asís, conocida como misión de Dolores, por situarse en las
proximidades del arroyo de este nombre. En 1793 se concluyó el templo
definitivo de la misión. Esta sencilla iglesia, hoy emplazada en el corazón de
la gran urbe, constituye el edificio en pie más antiguo de San Francisco,
habiendo sobrevivido a todos los terremotos e incendios que se han sucedido
desde hace más de dos siglos, incluido el gran seísmo de 1906. A partir de
1835, entre el presidio y la misión, en una ensenada arenosa, fue creciendo un asentamiento
llamado Yerba Buena. Estos tres núcleos ‒presidio, misión y poblado‒ son pues
el origen de la ciudad de San Francisco, que se constituirá oficialmente en
1847. Al año siguiente del establecimiento del presidio y de la misión de
Dolores, se fundaban, en el sur de la bahía, la misión de Sta. Clara y la
población de San José (1777).
Por otro lado, la mayor metrópoli
de California, Los Ángeles, nacía como una población de colonos, el 4 de
septiembre de 1781, a unos quince kilómetros de la misión de San Gabriel.
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Misión de San Francisco de Asís (1776), conocida como
misión de Dolores. La actual iglesia, que data de 1791-
1793, se encuentra en pleno centro de la ciudad de San Francisco. |
2. Las misiones.
Fiel a su lema, «Siempre adelante nunca retroceder», fray
Junípero dirigió la fundación de nueve misiones, entre 1769 y 1782: San Diego,
San Carlos, San Antonio, San Gabriel, San Luis Obispo, San Francisco de Asís,
San Juan Capistrano, Sta. Clara y San Buenaventura. Los indios terminaron por
percibir el amor que les tenía el padre Serra, a quien llamaban cariñosamente
el Viejo, pues llegó a California con cincuenta y seis años. Cuando el Bendito
Padre, como también se le conoció, murió en la misión de San Carlos, el 28 de
agosto de 1784, seiscientos indios cristianos acudieron a su funeral. Teniéndole
por santo, fueron muchos los que se llevaron trozos de su hábito [5]. Fue
beatificado por Juan Pablo II (1988) y canonizado por el Papa Francisco (2015).
Su tarea quedó también reconocida por los EE.UU., y hoy una estatua de este
santo mallorquín se alza en el Capitolio de Washington.
Tras la muerte de Serra se
fundaron doce misiones más, hasta un total de veintiuna. La última fue la de
San Francisco Solano (1823), creada poco después de la independencia de México.
El Camino Real, paralelo a la costa, unía las misiones, separadas entre sí por
unos cuarenta y ocho kilómetros, aproximadamente, distancia estimada para una
jornada a caballo.
Las misiones seguían por lo
general un esquema similar. El núcleo central estaba formado por una iglesia, a
la que se adhería una edificación con claustro. Además del templo, destacaban
otras dependencias: las celdas de los frailes, las habitaciones para las
muchachas solteras, la cocina, la despensa, los almacenes, los talleres, los
establos, las cabañas de los indios, el barracón para la pareja de soldados y
el cementerio.
Las formas arquitectónicas que se
emplearon fueron sencillas. Todos los establecimientos misionales de California
tienen el mismo aire hispano, aunque si analizamos podemos apreciar diferencias
estilísticas que van desde el clasicismo y el barroco al neoclasicismo. La
arquitectura de las misiones, con sus muros encalados y tejas rojas, ha
influido en el estilo de muchas de las actuales construcciones californianas.
Se procuraba que cada misión
fuera económicamente autosuficiente. En este sentido, los franciscanos instruyeron
a los indios en la agricultura y la ganadería, enseñándoles, también, los
principales oficios. Por su parte, las mujeres aprendieron a cocinar, tejer y coser.
La jornada en la misión, dividida por el toque de las campanas, comenzaba
después del alba, con la misa. A continuación, se desayunaba y cada cual acudía
a su trabajo, los hombres en los campos y las mujeres con las tareas
domésticas. A mediodía, luego del rezo del ángelus, se comía y, tras un
descanso, se volvía al trabajo. A media tarde comenzaba el tiempo para la
oración y la instrucción religiosa, después de lo cual se cenaba. Los días de
fiesta, que eran más de cuarenta al año, no se trabajaba [6]. La enseñanza de
la doctrina solía hacerse en español y en lengua nativa. Según un documento de
1801, los indígenas recibían una manta cada año; los hombres, unas calzas cada
seis meses y una camisa cada siete meses; las mujeres, camisa y falda cada
siete meses [7]. En 1820 había en la Alta California unos 20.500 neófitos
(indios bautizados), 37 misioneros y 3.270 pobladores hispanos (blancos y
mestizos) [8]. En las misiones más populosas llegaron a vivir hasta 2.000
neófitos.
La producción agrícola y ganadera
de las misiones fue por regla general buena, lográndose con creces el objetivo
del autoabastecimiento. Con el tiempo, los padres franciscanos lograron
desarrollar el cultivo de la vid y la elaboración de vino. Por cierto, un
excelente vino, en el caso de la bodega de San Diego, que mereció servirse en
la mesa del monarca español Fernando VII [9].
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Misión de San Carlos Borromeo (1771) |
3. Relación de los misioneros con los indígenas.
La vida en las misiones en cierto
modo se asemejaba a la de un internado religioso. Para gobernar cada una de
aquellas pequeñas sociedades los frailes entendían que, en algunos casos, era
necesario aplicar castigos físicos, una manera de proceder totalmente en
sintonía con la mentalidad de aquellos tiempos. Así por ejemplo, mantener
relaciones sexuales fuera del matrimonio podía acarrear tres días de grilletes [10].
Aunque excepcionalmente hubo
algún mal ejemplo, en general la mayor parte de los misioneros consumieron sus
vidas entregándose con auténtica caridad cristiana a la tarea de cristianizar,
cuidar y civilizar a los indígenas. La Péruse, un viajero francés que visitó
California a finales del siglo XVIII, después de observar la labor que allí se realizaba,
no pudo por menos que concluir con este comentario: «La piedad española ha sostenido hasta el presente y con un alto coste
estas misiones y estos presidios con la única finalidad de convertir y
civilizar a los indios de estas regiones. Sistema más digno de elogio que el de
otros pueblos rapiñadores […] que cometen impunemente las más crueles
atrocidades» [11].
Como ocurrió en otros lugares de
la América española, el clero ‒en este caso los franciscanos‒ se erigió en
firme defensor del indio, llegando en ocasiones a enfrentarse por esta causa
con las autoridades coloniales. Después de la destrucción de la misión de San
Diego, con el martirio del padre Luis Jaime (1775), la guarnición española
emprendió medidas contra los culpables. El principal cabecilla, el indio
Carlos, se refugio en la iglesia del fuerte de San Diego. Cuando, pese a las
advertencias de los franciscanos, el comandante Rivera entró en el templo y lo
prendió, fue condenado con la excomunión. Solamente se le absolvió al ser
liberado el indio. Los padres entregaron más tarde al indio Carlos para que
fuera juzgado y, mientras, fray Junípero trabajó para conseguir el indulto. En
una carta dirigida al virrey, Serra escribía: «Una de las principales cosas que pedí al ilustrísimo Visitador General
en el principio de estas conquistas fue que si los indios, fuesen gentiles,
fuesen cristianos, me mataban, se les había de perdonar, y lo mismo pido a
vuestra Excelencia […]». Respecto al asesinato del padre Luis Jaime, Serra
añade: «Pero si ya le mataron, ¿qué vamos
a buscar con campañas? Dirán que escarmentarlos, para que no maten a otros. Yo
digo que para que no maten a otros, guardarlos mejor de lo que hiciste con el
difunto, y al matador dejarle para que se salve, que es el fin de nuestra
venida y el título que la justifica. Darle a entender, con algún moderado
castigo, que se le perdona, en cumplimiento de nuestra ley, que nos manda
perdonar injurias, y procúrese no su muerte sino su vida eterna» [12].
4. El final de las misiones y destino de los indígenas.
Las misiones no se pensaron como una
forma de vida definitiva para los indígenas. El objetivo era evangelizar a los
nativos e introducirlos en la civilización occidental. Sin embargo, los
franciscanos de California siempre alegaron que los neófitos no estaban todavía
preparados para integrarse en la sociedad.
Una nueva etapa se abrió en la
Alta California cuando, en 1821, México proclamó su independencia de España.
Desde ese momento fue creciendo sobre las misiones la amenaza de la
secularización que, finalmente, llegó, aplicándose a los distintos
establecimientos a largo de la década de 1830.
Teóricamente, al menos una parte
importante de los bienes de las misiones debían corresponder a los indios
neófitos, pero en la práctica la secularización supuso despojar a los indios de
aquellas propiedades, que pasaron a los colonos. Aquella injusticia venía
favorecida por las circunstancias políticas y, entre otras razones, porque en
aquel momento ya no mandaba la Monarquía Católica que, pese a sus errores, siempre
procuró defender los derechos de los indígenas.
De todas formas, lo peor estaba
por llegar. Después de un conflicto que supuso para los mexicanos la pérdida de
Texas (1836), se declaró la guerra entre EE.UU. y México (1846-1848),
imponiéndose los norteamericanos, que obtuvieron los territorios de Nuevo México,
Arizona y Alta California. Casi al tiempo en que se produjo el cambio de soberanía
estalló en California «la fiebre del oro», que atrajo a una ingente muchedumbre
de inmigrantes, sobre todo de otras zonas de los Estados Unidos. En consecuencia, terminó por extenderse una persecución
implacable, con crueles matanzas, que, junto a otros factores adversos
derivados del nuevo contexto, redujo a mínimos el número de indios
californianos.
Al llegar a este punto ‒y aunque
estamos en los límites de nuestro artículo‒ no podemos por menos que terminar
recordando y subrayando las grandes diferencias que se dieron en América entre
la colonización española y la anglosajona. Las diferencias incluyen, en
particular, las distintas mentalidades y valoraciones que entraron en juego a
la hora de relacionarse con los nativos. Aunque para poder conocer más
justamente el tema tendríamos que tener presentes diferentes circunstancias
históricas, creo que no es del todo aventurado concluir sobre esta cuestión resumiendo
con el siguiente argumento: mientras, hoy día, en un buen número de países
hispanoamericanos los porcentajes más altos de la población corresponden a
descendientes de amerindios ‒mestizos o indígenas‒, en EE.UU. los que proceden
de las poblaciones precolombinas no llegan al 1 % del total.
Santander, diciembre del 2016
Luis Somarriba
Santander, diciembre del 2016
Luis Somarriba
NOTAS:
[1] SOBREQUÉS CALLICÓ, Jaume, Orígenes hispanos de California,
Editorial Base, Barcelona, 2010, págs. 63, 64.
[2] Ibid., pág. 140.
[3] BANCROFT, History
of California I, págs. 199-206.
[4] PALOU, Francisco, Relación histórica de la vida y apostólicas
tareas del venerable padre fray Junípero Serra, México, 1787, XLI, pág.
184.
[5] Ibid., págs. 277-281.
[6] Del relato del viajero
francés La Pérouse. SOBREQUÉS CALLICÓ, J., op.
cit., págs. 210-211.
[7] Documento redactado por el
padre presidente de las misiones californianas en 1801. Ibid.,
pág. 255.
[8] Ibid., págs. 269 y 273.
[9] Ibid., págs., 483-484.
[10] Ibid., pág. 256.
[11] Ibid., pág. 211.
[12] IRABURU, José María, Hechos de los apóstoles de América,
Fundación Gratis Date, Pamplona, 1999, 2.ª parte, capítulo 13. Consultado el
15-IX-2010. Disponible en: www.gratisdate.org
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