Orígenes
y desarrollo de la Inquisición
Antes de enjuiciar cualquier hecho
histórico es preciso conocer bien la época en que aconteció y, sobre todo,
intentar comprender la mentalidad de la sociedad en la que tuvo lugar
–comprensión no incompatible con el rechazo de ciertos comportamientos–,
teniendo en cuenta que aquellos valores sociales pueden ser, en parte o
totalmente, distintos de los de nuestro tiempo.
Si esta actitud debiera estar siempre
presente a la hora de estudiar la historia, lo es más cuando se trata de la
Inquisición, pues nos referimos a una de las instituciones del pasado que más
han dado que hablar, y sobre la cual han escrito mayor número de folios los
novelistas y los guionistas de cine y televisión que los propios historiadores.
Estamos ante una cuestión, en la que la imaginación apasionada y la necesidad
de morbo, generación tras generación, han ido deformando la verdad, creando un
mito y dejando de lado el buen hacer de los expertos e investigadores de la
historia.
La Inquisición, que nació en la Edad
Media, responde plenamente a la mentalidad de la Europa de aquellos siglos. El
hombre del Medievo, cualquiera que fuese el estamento social al que
perteneciera, poseía unas profundas creencias cristianas, si bien éstas no
siempre se veían aplicadas en su actuar diario. La sociedad medieval compartía
una misma fe religiosa, razón por la cual a Europa se la llegó a denominar la
Cristiandad. Todos los aspectos de la civilización, desde el arte hasta la
economía y la política, pasando por la vida cotidiana, estaban inspirados o
relacionados con la fe transmitida por la Iglesia. Para los hombres y mujeres
de la Edad Media la religión tenía más valor que para muchos ciudadanos de hoy
la libertad, la democracia y los derechos humanos. Un mundo así no podía
entender o tolerar que ciertos individuos aislados mantuvieran ideas contrarias
a los dogmas de esa fe. Las personas que inventaban o transmitían tales ideas
eran los llamados herejes. No entraban en esta categoría los judíos, pues se
trataba de miembros de otra religión. El hereje era siempre un bautizado. La
herejía dañaba las mismas raíces de la sociedad medieval y podía ser fuente de
desórdenes y violencias. Ante esta amenaza, las principales autoridades
sintieron la necesidad de combatirla. Con todo, no será la Iglesia sino el
poder político quien primero y con mayor dureza reprima la herejía.
Durante buena parte de la Edad Media no
hubo en Europa herejías destacadas. Sin embargo, entre los siglos XII y XIII
crecieron dos importantes movimientos heréticos, el de los cataros y el de los
valdenses, que se extendieron por el sur de Francia y el norte de Italia. Fue
en este contexto cuando se gestó y nació la Inquisición. El primer tribunal inquisitorial
se estableció en Sicilia en 1220, a petición del emperador alemán Federico II.
En sus comienzos, por lo tanto, la Inquisición fue de creación real. En ella el
delito de herejía se castigó con la muerte en la hoguera.
Por su parte, los papas procuraron
moderar la actuación de los monarcas. Así, para evitar abusos, el pontífice
Gregorio IX (1227-1241) señaló que el obispo del lugar organizara un tribunal,
formado por expertos, teólogos de las órdenes mendicantes, que inquiriera (del
latín inquiro, de donde procede el
nombre de inquisición), es decir, que investigara o averiguara si existía
delito de herejía.
Paulatinamente, la Iglesia fue
introduciendo en la Inquisición normas que favorecían a los acusados, estableciéndose
un procedimiento legal con ciertas garantías. Es verdad que se cometieron
excesos, pero, con todo, su actuación fue modélica si la comparamos con los
brutales ejercicios de la justicia civil en aquellos siglos.
En la España medieval (Corona de Aragón)
se formaron algunos tribunales inquisitoriales a partir de 1242. No obstante,
dicha Inquisición es distinta de la que se llegará a fundar posteriormente, en
el siglo XV, por los Reyes Católicos.
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón
instituyeron la nueva Inquisición en 1480, con la misión de detectar a los
falsos cristianos: judíos oficialmente convertidos, pero que practicaban
ocultamente el judaísmo. Cuando, décadas más tarde, a partir de 1521, las
herejías protestantes se extiendan por Europa, la Inquisición se encargará de
extirpar de raíz cualquier brote que de las mismas se produzca en los dominios
de la Monarquía hispánica. Aunque en menor medida, otros delitos juzgados por
la Inquisición fueron la brujería, la blasfemia o la bigamia. En Castilla,
entre 1540 y 1700, los casos por brujería supusieron el 5,1 % del total de
procesos. En sus 350 años de historia, la Inquisición española, con tribunales
en la Península y las posesiones europeas y americanas, aplicó la pena de
muerte a unos 3000 reos, de un máximo de 200.000 procesados. Durante la mayor
parte de este tiempo, el Tribunal, conocido como Santo Oficio, fue temido, pero
a la vez respetado y valorado, contando
con la aceptación de todos los grupos sociales, de modo similar –salvando las
diferencias– a como en nuestros días podemos defender la existencia de la
policía y demás cuerpos de seguridad del Estado. La Inquisición española fue
suprimida entre 1813 y 1834, si bien, ya a lo largo del último siglo de vida,
su poder, influencia y actividades se habían reducido notablemente.
Este tribunal perdurará durante toda la
Edad Moderna (siglos XV-XVIII) en diversos países católicos; aunque es preciso
recordar, que, en este tiempo, en los Estados donde se implantó el
protestantismo, el poder político vigiló y actuó reprimiendo cualquier rebrote
del catolicismo. Así pues, además de los católicos, los Estados protestantes
también persiguieron ideas o conductas religiosas consideradas nocivas. Sólo en
la ciudad de Ginebra, en los diez años en que gobernó Calvino, quinientas
personas fueron condenadas a muerte a consecuencia de la intolerancia
religiosa, entre ellas el español Miguel Servet, descubridor de la circulación
pulmonar de la sangre; y en el conjunto de los países protestantes se calcula
que fueron quemadas más de 25.000 brujas.
Luis Somarriba
Luis Somarriba
Bibliografía:
- KAMEN, Henry, La Inquisición española, una revisión histórica,
Editorial Crítica, 1999.
- COMELLA, Beatriz, La Inquisición española,
Editorial Rialp, Madrid, 2004.
Procedimiento
legal de la Inquisición española
«Cuando el propio tribunal advertía una
situación sospechosa […] empezaba su actuación con la promulgación de un Edicto
de Gracia, que concedía un plazo de 30-40 días a todos los que quisieran
presentarse voluntariamente para confesar sus faltas y errores. La confesión
significaba la mayoría de las veces el perdón y sólo castigos menores, aunque
implicaba la condición de que el penitente diera a conocer los nombres de sus
cómplices. Ambos edictos daban pie a serios abusos, en especial el de Fe, pues,
al imponer la denuncia, obligaba a los fieles a cooperar en la tarea de la
Inquisición y hacía de todos sus agentes o su espía, constituyendo además una
tentación irresistible para los ajustes de cuentas privados. […]
Si se aceptaban las acusaciones, el
acusado ingresaba en las cárceles secretas de la Inquisición; generalmente era
bien tratado, aunque absolutamente incomunicado del mundo exterior […] el
acusado no podía conocer la identidad de sus acusadores ni la de los testigos.
[…] Sólo tenía un recurso: redactar una lista de sus enemigos y si entre éstos
había alguno de los acusadores, no se tomaban en cuenta sus declaraciones. […]
Se concedía al acusado un abogado de nombramiento oficial, aunque el enjuiciado
podía recusarlo y pedir otro. También se le daba un consejero, con la función
de convencer al acusado de que debía hacer una confesión sincera. […] La
Inquisición tenía, como otros tribunales de su tiempo, el recurso a la tortura
con el fin de obtener pruebas y la propia confesión. No podía llegar al
derramamiento de sangre ni nada semejante que causara lesión permanente; pero
todavía quedaba sitio para tres dolorosos sistemas de tortura […] no exclusivos
de la Inquisición: el potro, las argollas colgantes y el tormento del agua.
Aunque su empleo no era frecuente e iba acompañado de vigilancia médica,
resultaban horriblemente inadecuados en materias de conciencia.
LYNCH, Jonh, España bajo los Austrias, vol. I,
Ediciones Península, Barcelona,
1989, pp. 36-39.