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miércoles, 3 de febrero de 2016

LA MARQUESA DE POMPADOUR Y LA ILUSTRACIÓN




     Retrato de madame de Pompadour, pintado por Quentin de Latour, en 1755.
     Museo del Louvre. (1) La Enciclopedia. (2) Libros de Voltaire y Montesquieu
     (El espíritu de las leyes). (3) Partitura musical. (4) Gravados. (5) Instrumento
     musical.

El siglo XVIII fue el escenario de una decisiva batalla ideológica. Los «filósofos», el lado más combativo de la Ilustración, se afanaron por transformar el mundo en el que habían nacido, fundado sobre el cristianismo, para sustituirlo por otro construido al margen de Dios, basado en la razón y el bienestar económico. En aquella lucha, una figura femenina, madame de Pompadour, llegó a jugar un destacado papel.

Madame de Pompadour nació en París, en 1721, y fue bautizada como Jeanne-Antoinette, de apellido Poisson. Creció en el seno de una familia perteneciente a la burguesía financiera, que le proporcionó una esmerada educación. Después de unos años en un colegio de monjas ursulinas, su madre le buscó los mejores profesores: recibió clases de dicción de manos de Crébillon, destacado autor dramático, y Jeliotte, estrella de la ópera, le enseñó a cantar. La joven manifestó pronto buena inteligencia y sensibilidad artística. Le gustaba dibujar, pintar y tocar el clavecín. También tenía afición a la botánica [1]. Este refinamiento cultural unido a su elegancia y belleza hicieron que Jeanne-Antoinette destacara pronto en los salones de París, donde conoció a los artistas e intelectuales de la época, como Montesquieu, Marivaux o Fontenelle. En 1741, a los diecinueve años, nuestra protagonista se casa con Charles Guillaume Le Normant d’Étiolles. Desde entonces, la recién casada pasará temporadas en la mansión campestre de Étiolles, en la que recibirá a escritores –Voltaire, Montesquieu, Crébillon– y aristócratas.

Paulatinamente, la fama de la ahora conocida como madame d’Étiolles empieza a extenderse y llega a oídos del rey, quien tiene ocasión de conocerla personalmente con ocasión de un baile de máscaras celebrado en Versalles, en 1745. Poco después, comenzaba una relación íntima entre ambos. No era la primera vez que Luis XV, casado y con varios hijos, escandalizaba a la corte y a Francia con una amante. La novedad en esta ocasión era la condición social de la elegida. Las anteriores favoritas procedían de la nobleza, Jeanne era burguesa. El problema de la burguesía en la Francia del siglo XVIII era que, pese a tener dinero y cultura, legalmente se encontraba en una situación de inferioridad frente a la nobleza. Una nobleza que, orgullosa, seguía mirando por encima del hombro a los miembros de este grupo social, a los que consideraba como plebeyos.

No obstante el rechazo, el rey no se volvió atrás. Jeanne-Antoinette comenzó así una carrera que habría de convertirla en una de las personas más destacadas e influyentes del reino. Para empezar, Luis XV instaló a su nueva favorita en el mismo palacio de Versalles, otorgándole el título de marquesa de Pompadour. Años más tarde,  conseguirá del monarca el rango de duquesa (1752) y, en 1756, será nombrada dama de honor de la muy resignada reina María Leszczynska. De los primeros tiempos en Versalles nos ha llegado este espléndido retrato de nuestro personaje: «Era esbelta, desenvuelta, ágil y elegante; su rostro armonizaba con el cuerpo […] la boca encantadora, los dientes muy bellos y la sonrisa más deliciosa […]. El más hermoso cutis del mundo acentuaba la atracción de todos sus rasgos. Los ojos tenían un encanto muy particular, […] su color indeterminado parecía aportarles todas las formas de la seducción y expresar sucesivamente todas las impresiones de su alma voluble; […] el conjunto de la persona parecía fijar el matiz entre el último grado de la elegancia y el primero de la nobleza» [2]. A todo lo dicho es necesario añadir su maestría a la hora de vestirse, combinando con artístico acierto las telas, los colores, las joyas y todo tipo de complementos.

La vida íntima –de amantes– entre el rey y la Pompadour duró unos cinco años, pero, una vez terminada, fue sustituida por la amistad. Luis XV se había acostumbrado a los consejos, la ayuda y la presencia de la aquella mujer. En la nueva etapa, Jeanne-Antoinette tuvo que mirar hacia otro lado y tolerar las relaciones que el rey –esclavo de su sexualidad– mantuvo con muchachas, generalmente de humilde condición, en una discreta casa cercana al palacio de Versalles, en el barrio conocido como Parque de los Ciervos. La marquesa parecía contentarse: quizás eran preferibles las fugaces aventuras del monarca con aquellas damiselas sin relevancia al peligro de una relación con alguna dama de la nobleza que pudiera quitarle el puesto [3].

Bien como amante, en los primeros años, o después, en calidad de amiga y consejera, madame de Pompadour supo mantenerse como favorita real hasta su muerte, en 1764. En conjunto casi dos décadas. Perfectamente situada en el centro de la corte, la Pompadour fue ejerciendo una creciente influencia en política, haciendo y deshaciendo ministros, embajadores y generales, interviniendo, con distinta intensidad, en la mayor parte de los grandes asuntos de Estado. Paralelamente a su encumbramiento personal, tuvo lugar el ascenso de su hermano Abel, quien terminó siendo nombrado director general de las construcciones reales y marqués de Marigny.

En esta su época dorada, la marquesa gastó a manos llenas, sobre todo comprando o edificando grandes mansiones que luego decoraba con hermosos muebles, cuadros y tapices. Cerca de uno de estos edificios, el castillo de Bellevue, se fundó, gracias a su empeño, la famosa manufactura (fábrica) de porcelanas de Sèvres. Otra de las residencias de la Pompadour fue el palacio del Elíseo, en París, actualmente residencia oficial del presidente de la República.  

Quizás, uno de los aspectos más polémicos de la marquesa de Pompadour haya sido su relación con el denominado «movimiento de las luces». Los escritores ilustrados  profesaban una fe ciega en el poder de la razón. Creían que la razón era el instrumento a través del cual debían revisar y reformar todas realidades humanas: la política, la economía, la organización social, la religión y hasta el modo de vivir y de pensar de las gentes. Aunque la Ilustración se internacionalizó, manifestándose diferencias entre países y autores, en general, y especialmente en Francia, adquirió mayor influencia la tendencia más radicalmente iluminista. Este tipo de intelectuales buscaban trasformar el mundo en el que habían nacido, pues no se sentían cómodos en aquella civilización fundada sobre el cristianismo. Dicho sector de la Ilustración apostó por un mundo nuevo: el hombre guiado de la «razón» debía promover el avance, «el progreso» –progreso material– de la sociedad que habría de llevarle a la felicidad, al «paraíso en la tierra». Pero en aquel camino se interponían obstáculos. El más grave parecía ser el cristianismo, y especialmente la Iglesia católica. Ese nuevo mundo con el que soñó la Ilustración anticristiana es, en líneas generales, el nuestro, la actual sociedad, dominada por el materialismo consumista. Se inició así una lucha por parte de «los filósofos» en contra el catolicismo. En esa guerra, consciente o inconscientemente, la Pompadour jugó un papel nada despreciable.

Al frente del iluminismo anticristiano se encontraban una serie de autores de lengua francesa: Voltaire, Diderot, D’Alembert, Rousseau, etc. Sus ideas, encontraron un fenomenal vehículo de divulgación con la publicación, a partir de 1751, de la Enciclopedia. De todos los citados, fue Voltaire el que lanzó contra la Iglesia católica las críticas más violentas y demoledoras, destilando un particular odio hacia los jesuitas. No en vano la Compañía de Jesús era por entonces la más vigorosa institución de la Iglesia, cuyos miembros habían alcanzado una notable reputación intelectual.

En su faceta de mecenas, la marquesa apoyó a los pintores (Boucher), escultores y arquitectos (Gabriel) de su tiempo. De igual modo, no pudo resistirse a tender una mano generosa y protectora sobre los ilustrados y la Enciclopedia. Esta contribución a la Luces no significó necesariamente una aceptación de todas las ideas de aquel movimiento. Su actitud en este campo, sin duda estuvo influida por la natural inclinación que sentía hacia las artes y las letras. Como reconocía: «Yo amo los talentos y las letras y será siempre para mí un gran placer el contribuir a la felicidad de los que las cultivan» [4]. Aunque, también, podemos suponer que al obrar de esta manera la señora marquesa se dejara llevar por una buena dosis de vanidad, al recordar los puestos de honor que la historia concede a los benefactores de la cultura.

Voltaire fue uno de los autores que más favores recibió de la Pompadour; si bien es cierto que él se preocupó desde muy pronto en adularla convenientemente: «Me intereso por vuestra felicidad más de lo que pensáis y quizás no hay en París quien tome en ello un interés más vivo […]; y os pido permiso para ir a deciros unas palabritas a  Étiolles […]. Soy, respetuosamente, señora, de vuestros ojos, de vuestro rostro y de vuestro ingenio, el más humilde y más obediente servidor» [5]. En ocasiones el incienso de Voltaire a su ilustre amiga se manifestaba en forma de poemas: «Así, pues vos reunís / todas las artes, todos los gustos, todos los / talentos, para complacer: / Pompadour, embellecéis / la Corte, el Parnaso y Citeres. / Encanto de todos los corazones, tesoro de / un solo mortal, / ¡qué tan bella suerte llegue a ser eterna! / ¡Qué vuestros días preciosos se vean / señalados por festejos!» [6]. Sea por lo que fuere, la favorita del rey miró por los intereses de aquel polémico y mordaz philosophe: en 1745, Voltaire era nombrado gentilhombre ordinario de cámara e historiógrafo real, y, al año siguiente, miembro de la Academia Francesa. Además, entre 1747 y 1750 se representaron en el escenario más exclusivo de Francia, el palacio de Versalles, dos de sus obras, El hijo prodigo y Zaire. El apoyo de madame Pompadour llegó incluso hasta conseguir que se prohibiera una obra que parodiaba la recién estrenada Semíramis de Voltaire [7].

A partir de 1751, cuando la pasión amorosa cesó y dio paso a la amistad, Jeanne-Antoinette manifestó su deseo de reconciliarse con la Iglesia. Sin embargo, la cuestión no era sencilla. La conclusión a la que se llegó fue la siguiente: si el escándalo había sido tan público y ruidoso la ruptura debía ser ostentosa, por lo tanto, era preciso que la marquesa abandonara la corte. Esta solución, inaceptable para la Pompadour, fue defendida sobre todo por los jesuitas, por entonces con gran influencia en Versalles. No sabemos si de aquel capítulo de su vida Jeanne guardó algún rencor hacia la Compañía de Jesús. En este punto los historiadores no se ponen de acuerdo. Años después se desató una tormenta contra los jesuitas en toda Europa. En Francia, los parlamentarios (magistrados), unidos a los tradicionales enemigos de la Compañía (herejes jansenistas y filósofos enciclopedistas), consiguieron llevar a los hijos de san Ignacio a los tribunales. Madame de Pompadour no hizo nada para defenderlos. Élla, la que había llegado a tejer alianzas internacionales, no movió un dedo por los jesuitas, los cuales sí que contaron, en cambio, con la defensa de la familia real, especialmente del delfín (el heredero). La marquesa entendió que después de muchos años de enfrentamientos entre el rey y el Parlamento de París (alta corte de justicia) era conveniente entregarles la víctima que pedían. A dicha idea corresponde el siguiente comentario suyo: «Creo que son personas honestas. Pero no es posible que el rey sacrifique su Parlamento en el momento en que lo necesita» [8]. No queriendo más problemas, Luis XV cedió, decretando, en 1764, la expulsión de los jesuitas de Francia. Un rey que ejercía su oficio de mala gana y que se dejaba llevar por la lujuria, y una señora, su examante, entregada con pasión a la política. Con este panorama no es de extrañar que los lobos se hicieran con la presa. La drástica medida  –pronto imitada en España y en otros países católicos– supuso un duro golpe para la Iglesia en un crítico y crucial momento histórico.    

Hacia los cuarenta años, Jeanne-Antoinette se encontraba físicamente agotada. Sólo la destreza con el maquillaje y su reconocido buen gusto en el vestir salvaban las apariencias. La salud se iba deteriorando. Una prueba preocupante era que ya desde hacía tiempo venía escupiendo sangre.

Había llegado a tener todo lo que un día soñó, pero no había sido verdaderamente feliz. Al igual que cualquier mortal, tuvo que sufrir los golpes de la vida, como cuando vio morir a su única hija, de diez años. Por encima de todo, vivió durante muchos años en tensión, luchando contra conspiraciones de cortesanos, siempre con el constante temor a perder el favor del rey. En todos estos afanes fue consumiendo las fuerzas. Cansada y decepcionada escribe a su hermano: «Excepto la felicidad de estar cerca del Rey […], lo demás no es sino un tejido de maldades y de bajezas; es decir, de todas las miserias de las que son capaces los pobres humanos» [9]. La derrota francesa al término de la guerra de los Siete Años (1763) es asumida por madame de Pompadour como un fracaso de su labor política. En 1764 cae enferma. Ya no se recuperará. Se confiesa y recibe los últimos sacramentos. Muere en Versalles, el Domingo de Ramos de ese año. Luis XV no está presente en este último momento. Mientras agoniza, Jeanne se agarra al brazo del sacerdote.

Santander, diciembre del 2015.

Luis Somarriba


NOTAS:

[1] LEVRON, Jacques, Madame de Pompadour, el amor y la política, Edit. Vergara, Buenos Aires, 1987, p. 26.                
[2] El testimonio es bastante objetivo pues procede de Leroy, jefe de cuidadores del parque de Versalles, persona que no era sospechosa de halagar a la Pompadour. Citado en ibid., pp. 60-61.
[3] Ibid., p. 185.       
[4] NOLHAC, Pierre, Luis XV y madame de Pompadour, según documentos inéditos, Edit. Montaner y Simón, Barcelona, 1930, p. 172.
[5] Ibid., pág. 60.
[6] Citado en LEVRON, J., op. cit., pp. 76-77.
[7] NOLHAC, P. op. cit., pp. 176-177.
[8] Citado en LEVRON, J., op. cit., p. 343.
[9] Citado por GAXOTTE, Pierre, «Madame de Pompadour, esa desconocida», Historia y Vida, extra  n.º 7 (1976), p. 87.